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Carlos Herrera  
ABC, 27 de enero de 2001
Rancho de monseñores

Esta vez ha sido un cocinero. Freír pescao en la flamante Euskal Herria es amenazar gravemente su futuro, su identidad. Y ETA, lógicamente, ha actuado en consecuencia. Le ha dado su ración de rancho. Nadie que sofría cebolla puede, pues considerarse libre de la terrible culpa de hacer sufrir  a los hijos erectos de ese Sabino Arana en cuyo nombre el PNV ha premiado al perfecto imbécil de Cossiga (Arana y Cossiga… Dios los cría).

Esta ETA rejuvenecida y, por lo tanto, algo inexperta en el uso de determinados materiales, ha acabado acertando con el famoso detonador y ha elegido como víctima a un hombre de cincuenta y dos años cuyo peligroso trabajo consistía en elaborar un potaje todos los días. Ya no importa quién sea el muerto, hay que matar a alguien como sea, que últimamente, para desesperación de Otegui y de alguno de los hijos de Arana, están cayendo muchos comandos y puede haber algún incauto que se crea que la solución, al final, esté a punto de ser policial. Quita, quita. Ramón Díaz será enterrado, tal vez, en esa Euskal Herria que ha sido la causa de su muerte, y dentro de cinco años, cundo los suyos quieran recordarle celebrando una misa de Difuntos deberán peregrinar por las parroquias de la zonas en busca de cura que no considere una provocación invocar a Dios por el consuelo de sus almas. Darán con él, está claro, pero  que estén antes preparados para escuchar de labios de algún cura —o de algún obispo— aquello tan cristiano de que «no hay que contemplar el problema individualmente», lo que quiere decir que hay que estar a la misma distancia del cocinero, que ha muerto, que del etarra que lo matado, que, por lo visto, también sufre. Cosas de curas, digo.

Y no sólo de curas rasos sin galones. A la vez que eso ocurre, cuatro monseñores de Euskal Herria se quitan de en medio y escurren el bulto. El cocinero ha muerto y, entre tanto, la Conferencia Espiscopal española sigue dando palpables muestras de estar formada por una pandilla de timoratos. Con alguna excepción afortunadamente.