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Carlos Herrera  
ABC, 7 de octubre de 2011
La secta de Jobs

NO alcanzo a verlo desde aquí, pero seguro que mi vecino Camacho, glosando la muerte de Steve Jobs, ha aprovechado para evidenciar una vez más su legendario desapego con los «maqueros», a los que nos considera poco menos que una secta. Algo de razón tiene en cuanto que los usuarios de Mac somos unos tipos encantados de habernos conocido, que veneramos nuestro sistema operativo y que por nada del mundo volveríamos a abatir la tapa de un Windows, pero nuestras razones van más allá de lo práctico o no de un sistema que tiene valor de conjunto, independientemente de que no puedas —como ocurre con los PC's— mejorar tu ordenador por piezas o de que el precio sea algo superior. Ser devoto de Mackintosh exige una militancia, es todo, y abrazamos a aquellos que han hecho posible que un ordenador no se cuelgue o que tenga unos diseños más atractivos. Y la mayoría de los siervos de Apple hemos venerado al gran genio creador de una filosofía informática: Steve Jobs. Puede que sea un exceso todo el coro plañidero que se he desplegado tras su muerte, pero convendría que centrásemos su valor en consonancia con la repercusión de su obra. Jobs, sin haber presidido un país o sin haber mandado un ejército conquistador, cambió el mundo tal y como lo conocíamos: es un lugar común, lo sé, pero lo ha hecho al haber cambiado la relación de los humanos con las máquinas más importantes a su servicio. La trascendencia del californiano muerto de cáncer de páncreas hace dos días estriba en que consiguió muchos años atrás establecer un sistema por el cual los seres humanos nos podíamos entender con los ordenadores sin ser ingenieros operativos. No era un graduado en excelencia por ninguna universidad, no era un técnico insuperable en desarrollo informático, no era un marciano exclusivista ni un iluminado solitario: era un creador, en el más amplio sentido de la palabra, capaz de ver algo más allá del resto de contemporáneos. Y en función de ello, amén de saber elegir siempre a los mejores a su vera —significativo lo que le argumentó al gerente de Pepsicola cuando le ofreció trabajo: «¿Piensas vender agua con azúcar toda tu vida o quieres cambiar el mundo?»—, desarrolló sistemas que nos han traído hasta aquí, momento en el que cualquier tipo medianamente instruido del mundo —solo hay que saber leer y escribir, y no siempre— puede estar informado, entretenerse, escuchar música o hablar por teléfono sin cargar con enciclopedias o sin vivir en una centralita de telefónica. Los humanos, gracias al desarrollo de la informática, nos hemos conocido mejor entre nosotros y hemos abierto un abanico infinito de posibilidades de instrucción y conocimiento gracias, entre otros, al trabajo de clarividentes como Jobs, un empresario descomunal, competidor, infatigable y genial que pensaba algunos años por delante de sus comunes. Acuérdense de cuando había que ir cargado con electrodomésticos de tosco manejo si se quería escuchar música en movimiento o fuera del ámbito de nuestro cuarto: Jobs creó un aparatito algo más delgado que un paquete de tabaco en el que cabían todas las discotecas particulares del barrio y alguna más. El Ipod, justo es recordarlo, tiene solo diez años. Y menos el Iphone con el que hablamos. Y aún menos el Ipad, que me permite escribir este suelto en una mesa de un bar de Jaén sin tener que cargar con mi ordenador personal. Nuevos desafíos —como el servidor externo Icloud, que nos acabará evitando almacenar nada en discos duros caseros o integrados— esperan a la vuelta de una esquina demasiado próxima, pero Jobs no estará para anunciarlo en sus veneradas conferencias de prensa. Muchos hombres o mujeres de este porte necesita el mundo al día. Lamentablemente no florecen como setas.