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Carlos Herrera  
El Semanal, 26 de septiembre de 2011
Un paseo por Milán en Fórmula 1

Y qué hace un tipo como yo en un Gran Premio de Fórmula 1? Pues mirar como un cateto para todas partes, asombrarse del circo de quita y pon que montan estos tipos y percatarse de que algo tendrá este lío porque le apasiona a millones de personas en el mundo entero. Cuando Alonso aún circulaba en taca-taca, la afición a las carreras y el conocimiento técnico por parte del español medio eran reducidos, pero desde que apareció el asturiano proliferan los expertos por metro cuadrado como si fueran setas en temporada: entras en cualquier bar y el paisano más insospechado comenta en voz alta que con esos reglajes difícilmente se va a poder competir con menganito y tal y tal. Un par de semanas atrás fui amablemente acarreado e invitado para presenciar el Gran Premio de Italia, que patrocina el Banco Santander y que se disputaba en Milán, en el mítico circuito de Monza, el primero en el que se celebraron pruebas de Fórmula 1. La posibilidad de charlar con los que gerencian, controlan y protagonizan las carreras permite hacerse una idea del volumen de negocio industrial que genera el automovilismo y la capacidad de reacción, invención y conocimiento milimétrico que tienen todos, mecánicos, directores y, especialmente, pilotos, esos hombres de cuello gordo que se juegan la vida a trescientos kilómetros por hora y que manejan coches que vienen directamente del futuro. Todo es, literalmente, admirable y los aficionados rugen casi tanto como los motores. Ganó Vettel, como casi siempre, y Ferrari se quedó sin poder desplazar del podio a Red Bull en su propio feudo, ya que la diferencia entre los coches estriba en que, por lo visto, los azules bordean los reglamentos con un truco combustible que aún no han desarrollado los colorados.

Pero, además del espectáculo indudable del circuito, me interesaba Milán. ¿Y a quién no? No había vuelto desde aquel viaje de fin de bachillerato que los Maristas nos organizaron por Italia y del que cuelgan ya treinta y ocho castañas: la ciudad estaba desdibujada en la memoria y solo quedaban algunas trazas muy poco semejantes a la apasionante Italia del sur, que más frecuento, o a la siempre desbordante Roma de las cosas, la ciudad que ha sido capital de un imperio, capital de una religión y hoy capital del país. Milán tiene fama de ciudad ásperamente industrial, comercial y de aspecto centroeuropeo, en todo lo cual hay algo cierto, pero dos o tres elementos singulares la hacen absolutamente recomendable, entre otros, viajar en tranvía por la ciudad, alguno de ellos en funcionamiento desde los años veinte en que fueron creados. La plaza del Duomo justifica de por sí una visita, aunque se deba ir sorteando paseantes, turistas y lugareños para acceder a la impresionante catedral que constituye el epicentro desde el que se construyó una ciudad varias veces invadida y otras tantas destruida. Cinco siglos tardaron las criaturas en acabar la obra gótica que asombra desde cualquier punto de vista. Las galerías adyacentes hacen el resto, y los comercios de moda del centro apasionan a los aficionados a trapos y diseños –por lo general no baratos– que acuden a sus escaparates como si se tratase de La Última Cena, de Leonardo, que se custodia en la bella iglesia de Santa María de Gracia. Si te sientas a comer, por demás, compruebas que el equilibrio entre tradición y sofisticación es razonable. Il Marchesino, adyacente al teatro de La Scala, es de los segundos: un cierto refinamiento hará las delicias de muchos. Pero en viajando a Italia quién se resiste al tipismo de las viejas trattorias y pizzerías: sin salir del centro se puede comer razonablemente un buen plato de pasta y una buena carne –las pizzas, por militancia antiláctea, me están prohibidas– en Santalucía, característico restaurante de camareros mayores con baby de crudillo –como escribiría Antonio Burgos–, fotos de celebridades por las paredes y mesas pegadas unas a otras. Ahí certifiqué, eso sí, que el vino italiano sigue siendo un hándicap para muchos: pedí a voleo un siciliano llamado Nero D´avola, por aquello de ser un shiraz, y casi perezco en el intento –he conocido jarabes más suculentos–. Lo arreglé con un Barolo de Bolonia que compensó lo anterior.

Interesante, pues, la Fórmula 1. Pero tanto o más girar visita a Milán.