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Carlos Herrera  
ABC, 3 de marzo de 2001
Marteta y Heribert

La ciénaga del nacionalismo acaba de ser removida imprudentemente. Han bastado dos idioteces en boca de sendos cretinos para que salgan del armario todas las miserias aldeanas de la política y la sociedad catalanas. Nacionalismo es reacción, ya la sabemos, pero también miedo, que es lo que se escapa por las comisuras entreabiertas de los portavoces sociales del Principado: Marta Ferrusola lamenta que sus hijos tengan que haber jugado con «niños que hablan castellano» y visualiza en sus pesadillas un futuro paisaje lleno de mezquitas con moros pariendo criaturas. Heribert Barrera quiere prohibir las sevillanas y preservar la sangre de los tres millones de catalanes que vivían en su paraíso antes de la guerra y que se han visto contaminados por murcianos, extremeños y, ahora, magrebíes. A pesar de ambas estupideces, nadie ha elevado la voz en Cataluña para algo más que para mostrar cierto desagrado. Ni siquiera el fantasmagórico Maragall se ha mostrado indignado. Carod–Rovira, el líder separatista de ERC, ha dicho, como mucho, que él no piensa lo mismo —habría que verlo— y Pujo, molesto por tener que airear lo que anida en sus honduras, que la gente tiene derecho a estar preocupada. ¿Qué hubieran dicho ambos si esas frases procedieran de políticos del PP? ¿Alcanzan a imaginar la grasienta indignación que expelerían sus bocas? Sin embargo, nadie de la derecha españolista ha jugado con el fuego de la inquisición nacionalista; han sido una vieja momia que ya decía y hacía tonterías cuando aún conservaba la elasticidad mental, y una irresponsable esposa de cargo público que, inexplicablemente, da conferencias y se pasea por su territorio con andares de Reina Civil. Da la impresión de que todo el odio a los emigrantes contenido durante años de disimulo acaba de soltarse como a quien se le escapa la orina en una procesión. Al nacionalismo catalán se le han soltado los esfínteres y eso que se da en llamar «agentes sociales» callan como putas. Ni siquiera algo tan despreciable es capaz de movilizar las dormidas conciencias de seis millones de ciudadanos y de sus representantes.