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Carlos Herrera  
ABC, 22 de julio de 2011
Susto o muerte

No parece que pudiera volver a ser lo que fue porque ya han nombrado a otro y tampoco es cosa de sacarle a empujones de palacio

NO tenía más alternativas. Si la una era mala, la otra era peor. Y todo por unos trajes que vete tú a saber si además valían la pena (viendo al sastre uno dudaría hasta de la tela). Dimitir es siempre un susto hasta para el que dimite: no te esperas que tú, que lo eres casi todo en tu ámbito de influencia, pases a ser nada después de el sortilegio mágico de un puñado de palabras. Dejas de ser la autoridad, la referencia, el tuétano. Pasas a ser un cesante por voluntad propia. Pero siempre peor es la muerte: si el prócer hubiera admitido su culpa, pagado su multa y evitado el derecho a defenderse de lo que considera una maledicencia, hubiera muerto en el acto. El Máster del Universo no puede seguir siendo el vértice de las hogueras de las vanidades después de reconocer que le fueron regalados unos trajes y de que, por lo tanto, cometió un cohecho pasivo impropio, que es un delito de broma y chichinabo, pero que está tipificado para mayor gloria de jueces y justicieros de diversos sectores. Tampoco podría seguir luciendo en paz la insignia de líder de «Lo Mediterrá» después de reconocer implícitamente que había mentido durante todo ese tránsito pedregoso de tropiezos y zancadillas que ha sido el proceso correoso —nótese la creatividad adjetiva— a su persona y a sus colegas.

Ha elegido susto, pues, y ha hecho bien: podrá rebuscar en algún arcón algun billete de ave que coincida con los días en los que visitó la sastrería —si es que la visitó alguna vez— o el rastro sudoroso de las manos del sastre en las páginas liofilizadas de algún recibo. ¡Yo qué sé! Podrá acusar tranquilamente a quienes le acusan y defenderse de quienes le creen el protagonista del atraco al tren correo. Ahora que se espabilen peritos en sisas y dobladillos y fiscales olisqueadotes de cremalleras y presillas: ahora que demuestren que le regalaron los trajes a cambio de nada. Por demás, hace que sus conmilitones centrales puedan soltar el aire que llevaban sujetando en los pulmones —como quien sujeta la orina en la vejiga— respirando aliviados después de tanta inquietud. Si el líder natural debía enfrentarse a una campaña electoral en la que responder a diario sobre las solapas y las mangas del ya dimitido, nadie le aseguraba la placidez de un paseo dominical sobre los adversarios. Menudos diítas esperaban. Los contrarios, a su vez, se cobran la pieza, pero se quedan sin poder poner en práctica todos los eslóganes que con tanta dedicación y esmero habían preparado y repartido entre sus voceros: que pena más grande, con lo bien hilvanados que estaban, con lo bien que iban a sonar en las voces de algunos!!! Las miradas inquisitivas —y casi inquisidoras— ahora pueden volverse sobre otros objetivos. Has elegido susto y te has quedado en cuadro, pero has permitido, amiguito, que otros enfoquen la luz hacia quienes portan un manto de duda sobre sus hombros. La jugada, excepto para el protagonista, ha sido redonda, salubre, oxigenante.

¿Y qué pasará si, finalmente, los jurados escogidos hábilmente para la decisión final sentencian que no se puede demostrar que no pagó los trajes y que es inocente y, por lo tanto, libre de hacer un corte de mangas —terminología textil, evidentemente—, no pagar multa alguna y volver por do solía?
 

Pues no parece que pudiera volver a ser lo que fue porque ya han nombrado a otro y tampoco es cosa de sacarle a empujones de palacio. Me malicio que si ocurre la sentencia favorable y los instructores se tienen que meter el proceso por donde el sol no brilla, a nuestro hombre le harán ministro una vez se ganen las elecciones. Si se ganan.