Alfredo y su Dedo están de gira por España intentando recomponer el derrumbe socialista
LAS rimas las carga el diablo. Todo lo que acabe en pepino, ajo, olla, ano y compañía es digno de ser rimado con el peor de los gustos posibles. Y la rima del «Llamadme Alfredo» estaba hecha desde el mismo momento de su postulación. Te llamaremos Alfredo, sí, pero señalándote con el dedo, el mismo que te ha nombrado. Probablemente el PSOE ha adoptado la decisión más sensata, la más conveniente a sus intereses electorales, pero no quita para que sea caricatulizable desde el noble ejercicio de la chanza. Rubalcaba es aplicado, inteligente y brillante, pero ha accedido al machito socialista mediante un viejo proceder de los partidos: tú eres Pedro, el elegido, el ungido y sobre tus espaldas edificaré el socialismo. El desafío al que se enfrenta el cántabro veloz es demostrar que, siendo y asumiendo el pasado socialista español, puede ser hombre de futuro, lo cual no es fácil. Alfredo con el Dedo tiene algunas zonas de su techo construidas con cristal, y significa volver al pasado. Si mañana por la mañana me despiertan de un sueño y me preguntan por quién puede defenderme de todas las conjuras a las que puede estar sometido un español lo más probable es que pronuncie su nombre. Con mucha más soltura que el de Carmen Chacón, que es política a la que le beneficia la duda: no sabemos lo que hay dentro y, siendo discípula predilecta del zapaterismo, es legítimo temerse lo peor, esa cierta vacuidad que ha caracterizado el devenir gubernativo de estos últimos siete años. Pero, a la par, es legítimo también preguntarse si lo mejor que nos puede esperar a los españoles es un genuino protagonista de la administración socialista de los postreros años de la «política bonita», un copartícipe en las decisiones gubernamentales que nos han situado en el culo de Europa y que han dejado a este viejo país en algo parecido a un solar expropiado.
A raíz de la crisis de los pepinos muchos se han preguntado si la insufrible suficiencia alemana hubiese sido posible con gobiernos anteriores, fueran de Felipe González o de José María Aznar. Con González tengo mis dudas, aunque creo que su determinación hubiese sido distinta a la del gobierno de hogaño, pero con el vigoréxico y melenudo madrileño no me cabe la menor que una descerebrada consejera de Hamburgo no se hubiese atrevido a motivar una guerra comercial del tamaño de la presente. Y si lo hubiese hecho, estoy plenamente convencido de que hubiese sido reconvenida de inmediato.
Ese es el desafío de Alfredo Con El Dedo. ¿Cómo recuperar una posición de envergadura en una Unión Europea que nos tiene como una excrecencia de la economía común? Alfredo y su Dedo están de gira por España intentando recomponer el derrumbe socialista, empezando por una Andalucía en la que su entendimiento con Griñán es perfectamente descriptible, más allá de lo que declaren, que es una mentira comprensible, pero mentira al fin: se comprende que digan que son uña y carne, pero todos sabemos que el enfrentamiento viene de lejos y ha creado heridas de difícil cicatrización. La gira intenta convencer a la militancia para que apoye sin fisuras al desconcertante cántabro, siempre inquietante y sorpresivo, pero la tarea es tan hercúlea —y lo ha demostrado la reciente crisis—, que la gente parece que está a otra cosa. No es el mejor momento para haber sido señalado con el Dedo, pero Alfredo asume su destino, lo cual le honra: otro se hubiera escondido en la primera madriguera a mano. Él acepta lo que hay, lo cual no es poco, y aunque cargue con un dedo mayúsculo sobre su hombro se apresta a batirse en buena lid —es un decir— con los favoritos de la acera de enfrente. Nos vamos a entretener esta campaña electoral. Con todo, no es el hombre del futuro. Hay otros. Ya hablaremos.