Que se nos haya muerto la pobre María Schneider nos pone frente a los ojos la zona más áspera de nuestro carné de identidad
EL día de hoy es un día feliz para un columnista. Un simple vistazo alrededor brinda bálsamos por doquier con los que amortiguar el pavoroso síndrome del folio en blanco, esa angustia que provoca tener que volcar alguna idea medianamente válida en la sábana despiadadamente vacía de una pantalla. Un inmigrante subsahariano hace el camino de vuelta y pretende huir de España saltando la misma frontera que burló para entrar en busca de vino y rosas, lo que invita a escribir sobre los sueños rotos y el frío de la ausencia, tan literario todo. La señora Merkel bendice en público el ansia reformista de Rodríguez Zapatero mientras en privado le insiste en la necesidad de perseverar en los cambios y las adaptaciones a un programa concreto que deshaga las tonterías absentistas que han caracterizado tres años de la política española. Díganme si esa no es materia para hincharse. Un menor ha sido detenido por la muerte de la chiquilla de Arriate, Málaga, una vez las pruebas de ADN han dado la cara: al joven de 17 años ya sabemos que no le pasará nada más que andar algunos años en un reformatorio y recibir todo tipo de consideraciones legales para que sienta que su crimen ha sido poco menos que la trastada típica de un diablillo. La aparente serenidad de la revuelta egipcia en contra de Mubarak se ha tornado, inevitablemente, en un enfrentamiento a sangre y fuego entre unos manifestantes indignados y unos seguidores del líder visionario armados con palos, machetes y armas de todo tipo, cosa que sorprendía no hubiera sucedido hasta ahora. Los sindicatos alemanes le han explicado paciente y serenamente a sus colegas españoles que viven de las cuotas de sus afiliados, lo cual ha desencajado la mandíbula de los profesionales sindicales de aquí.
Todo lo anterior da para cien columnas, para cientos de consideraciones, para elaborar metáforas, evidenciar paradojas, dar rienda suelta a las más crueles de las ironías… Pero hoy, para los que lucimos una edad que nadie diría que hemos cumplido, la noticia está en la muerte de una mujer de cincuenta y nueve años, de nombre María y de apellido Schneider. No se me va de la cabeza aquél cine de Niza en el que un grupo de niñatos, estudiantes del último curso de bachillerato, asistimos fascinados y nerviosos a la proyección de «El Último Tango En París». Los Hermanos Maristas nos llevaban de excursión a Roma con motivo del fin de curso, de nuestro adiós al colegio, canturreando coplillas piadosas en el autobús mientras nos espolvoreaban de bondad y buenos consejos nuestro tiempo futuro. No eran malos curas, tengo buen recuerdo de ellos. Teníamos dos horas de libertad provisional antes de acudir a dormir al colegio mayor que nos hospedaba y, sin ponernos de acuerdo, nos encontramos todos en el cine francés que, con toda normalidad, exhibía la película de Bertolucci que mostraba sin recato la cópula mantequillosa entre el último Brando eléctrico y una jovencita morena de frondoso pelo negro que parecía haberse tragado un vibrador. Hoy leo que aquella muchacha de diecinueve años ha muerto y no tengo más remedio que mirarme en el espejo para certificar el paso del tiempo, para ver si mis surcos están todos en su sitio, para tentarme la ropa y ver el tiempo pasado en el temblor de carnes mozas ante la exhibición de la belleza convulsa. Que se nos haya muerto la pobre María Schneider nos ha puesto frente a los ojos, sin remisión, la zona más áspera y desabrida de nuestro carné de identidad.
Qué horror.
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