No hay nada más aburrido que la verdad. Eso asegura René Lavand, el mago argentino que con una mano es capaz de elevar la mentira de la magia a un paraíso exclusivo y secreto. Con la más pequeña de las articulaciones de su mano crea más prodigio que la mejor y más perfeccionada de las máquinas industriales: perdió su brazo derecho siendo un niño y hubo de buscarse el acomodo mediante el único que le quedaba -«también» soy algo sordo, suele decir- para desarrollar una técnica inusitada en la cartomancia, exasperantemente fugaz a los ojos de su público y sorprendentemente lenta como para llevar la imposibilidad a su límite más extremo. Pero más allá de su habilidad para mezclar cartas, separarlas por colores, barajarlas y reconocerlas de memoria -y todo eso, manco-, el show de Lavand, que es mago de cercanía y no mago de grandes espectáculos tipo Copperfield, está en su palabra, en su puesta en escena, en su guion deslumbrante, completamente argentino, medido por la perfección brillante de un platense viejo lobo de ochenta y tantos años con excelentes recursos dramáticos. Lavand suele recitar siempre una coletilla imprescindible en sus espectáculos: «No se puede hacer más lento» y, efectivamente, la «lentidigitación» -en lugar de «prestidigitación»- es una realidad imposible de aprehender, aun bien de romper una norma elemental de la magia de proximidad consistente en no hacer nunca el mismo efecto dos veces ante el mismo público. Lavand lo hace, sin ningún tipo de problema.
El Club Pasión Habanos de Sevilla en la Gran Plaza convocó a una buena serie de amigos y clientes, hará unas semanas, para asistir a una actuación en pequeño comité de Lavand. Ninguno sabía que el mago argentino era casi alérgico al humo de los puros, pero eso no fue óbice para que todos aparcaran sus cigarros de buen grado mientras duró la actuación de un tipo desconcertante y brillante como pocos. Allí, adornado por un relato exquisito y por un vaso de vino que le dura todo el show -«nadie recuerda ni un solo poema de los bebedores de agua»-, fascinó al público presente con mentiras nada sucias y con tretas cargadas de ilusión. Ya se sabe que la gente paga para que la engañen, pero en este caso el engaño viene adobado por la belleza de lo simple, por la habilidad de un tipo que dice que «cuanto más suave es la caricia, más penetra», cuya narración es una historia de tahúres que salta de una época a otra, entre versos de Homero Manci y cuentos de Jorge Luis Borges. Permanentemente homenajeado en su país y en el mundo entero, René Lavand ha sorteado la vida entre el miedo a la artrosis y el contrabando de la palabra, entre el show de Ed Sullivan en la televisión norteamericana y sus actuaciones incontables en Las Vegas, estado de Nevada. Una canción argentina lleva como estribillo la frase «nunca juegues al póquer con René Lavand», porque con una sola mano es capaz de acabar con todos los tahúres del Misisipi. De hecho, cuando perdió su brazo derecho, un amigo le dijo que su gran ventaja era que a partir de ese momento únicamente podría llevar un solo balde de agua, una sola maleta; dos, jamás. Como él mismo afirma, tuvo que desarrollar una técnica propia, ya que todos los libros y tratados de cartomancia están escritos para gente que tiene dos manos, no una. A fe que lo hizo a conciencia, pero Lavand no atesora su atractivo solo en la pericia con la que confundir a un público pendiente de cada milímetro de sus manos, sino en el encanto decadente de sus historias, de su prédica conmovedora, de sus permanentes poemas inacabados.
No deje de ir a verlo si aparece por su ciudad. Tras una de sus exhibiciones le dirá que ese juego «también» se puede hacer con dos manos, pero será mentira: Lavand hace que las cosas se ajusten a sus condiciones; tanto que, al final de su número inimitable, usted convendrá que no es manco. Sencillamente, le sobra una mano.
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