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Carlos Herrera  
El Semanal, 4 de enero de 2009
PALABRAS PARA ALBA

Alba, probablemente, no podrá caminar ni hablar con soltura el resto de su vida. Si Alba tuviese ochenta y siete años, es más que seguro que no le dedicásemos usted y yo más tiempo que el de un comprensible y educado lamento. Ochenta y siete años han debido de dar para mucho y ahora sólo queda esperar el plácido tiempo de descuento en las mejores condiciones posibles, una silla, un asistente, un no sé qué. Pero Alba no tiene los ochenta, ni los setenta, ni los cuarenta, ni los veinte. Alba tiene apenas siete años. Tal vez ocho. Como probablemente sepan, esta niña de pocos años fue maltratada hasta la tortura por un individuo que mantenía relaciones carnales con su madre, la cual consintió, comprendió o avaló que a su propia hija se la machacara hasta el borde de la misma muerte. Ambos, indudablemente, pagarán con la cárcel la conducta criminal mediante la cual han hecho de una chiquilla inocente un ser inocentemente atormentado. Los detalles de la tortura de una niña de pocos años nos llevan a los peores infiernos del maltrato criminal: palizas, sadismo, maldad, crueldad. Probablemente conozcan ustedes los detalles. Mejor si es así y me evito recordárselos. Dos asesinos en potencia pueden estar hoy ya condenados a largas penas de prisión. Lo cual no curará de sus heridas a Alba, claro está, pero permitirá la calma que se instala en las almas de los justos después de saber que la justicia ha cumplido su deber.

La inocencia apagada de Alba es una cerilla inextinguible en la conciencia de muchos: a buen seguro no crecerá jamás y, si acaso, criará en su seno internas poblaciones de temores. Cuando esté seca su sangre, el macarra y la madre seguirán en prisión, pero aun así su futuro estará envuelto en papel de estaño. Las ratas estarán a buen recaudo, pero la cosecha de golpes pesará como un quintal sobre el inconsciente de una criatura sobre la que eternamente flotará la sombra de un murciélago. El murciélago de siempre, el que hace de las almas un eterno párpado sin sueño.

Una mudez cruel y violenta marca el futuro de una inocente. Huesos llorosos, sangre llena de huecos, precipicios de lágrimas, lágrimas propias del esparto, lloros bajo el peso de la luz, esa pesadez de betún en sus sueños inacabados sobre el humo de las sábanas. Cada golpe recibido es una cicatriz en la lengua y una colección de astillas en sus deseos. Alba será, si el amor no lo remedia, un futuro de lumbre y soledades.

Sólo te queda el amor, Alba. Sálvate, si puedes, de la escoria. Sé un sueño hecho carne, olvídate de las noches sin consuelo, del vidrio astillado de tu soledad, de la pena de las aguas quietas, de los corazones permanentemente arrodillados, de los pájaros sombríos de la memoria. Sálvate del clamor de lo que muere y asómate al arrullo de lo que nace, a la lengua viva de los náufragos que sobreviven. Olvídate de tu larga noche de navajas, nunca asesines a lo que amas y negocia tu tiempo pausadamente con la eternidad. Sólo si abres el abanico de plata de la vida no repetirás lo irrepetible.

Tendrás muchas madrugadas inmóviles, noches de rumores imaginarios en los que las voces te parecerán gritos descarnados, zumbidos de ventiladores sordos del pasado, pero no te dé miedo la alegría. Dale la vuelta a las almohadas de las pesadillas y descorre los velos de cada mañana en la espera de un tiempo mejor. Ignora las agujas de tu estómago y las telarañas de tus recuerdos primeros. Nada merece más penas que las vividas. Que agonicen ya sólo los demás.

Hoy, Alba, mereces que se te construya un paraíso bien custodiado por quienes no pudimos evitar tu tormento. Conviértete en una sirena de esas que merodean ocultas en las dársenas, en un sueño movedizo, en un permanente rumor de lluvia dulce. No le temas al cobalto del tiempo ni a la ceniza de los días.

Las lunas, todas las lunas, flotan hoy sobre el río de tus inmediaciones para que te sonrían los labios del devenir.