Serafín García, a sus espléndidos setenta años, sabe silbar con todos los dedos. Y hablar con todos ellos. Es de La Gomera, claro. Cuidando las ovejas y las cabras de la familia aprendió a comunicarse a grandes distancias mediante el silbo gomero, lenguaje silbado que permite mantener una conversación de caserío en caserío y de una montaña a otra, incluso a algunos kilómetros de distancia. Sólo son variaciones de frecuencia de un mismo tono, pero bastan -si las manos son habilidosas- para reproducir mensajes y frases. La suya fue una infancia descalza, en la que las sandalias se utilizaban exclusivamente para ir a la escuela, y todo lo solitaria que supone pastorear bestias. Hasta que un día su padre emigró primero a Cuba y después, como tantos canarios, a Venezuela. No se lo pensó dos veces y junto con sus hermanos surcó el mar hacia la tierra de promisión, en la que empezó a ganar el equivalente a unos dólares sirviendo gasolina en un surtidor del que prácticamente no salía en las veinticuatro horas de un día. Hasta que un tipo le propuso ganar trescientos y trabajar para él en el negocio de la fruta. Allí mismo dejó la manguera con la que estaba sirviendo y entró en un universo en el que ha acabado siendo el rey de la alimentación venezolana, controlando prácticamente el setenta por ciento de la importación de peras, manzanas y uvas. Invirtió y diversificó hasta crear una red, con los años, de negocios florecientes en la banca, en la venta de automóviles y en el negocio frigorífico.
En la Venezuela de los sesenta era posible crecer y, no sin esfuerzo, enriquecerse. Así lo hicieron muchos españoles, singularmente canarios y gallegos, como Serafín, que se instaló en Puerto Ordaz-Ciudad Guayana, donde se unen el Caroní y el Orinoco, aguas que Uslar Pietri matrimonió como «un río de acero negro pulido». Esos empresarios desafiaron el sino al que ha estado condenada Venezuela por culpa de su dichoso petróleo, ese que ha impedido desarrollar otro músculo industrial que pusiera a salvo la economía del país de las consecuencias del alza de los precios de todo lo que debía importar precisamente como causa del alza de su propio oro negro.
A muchos de esos empresarios -que conservan a buen recaudo, como García, su nacionalidad española- son a los que el animal de Hugo Chávez y su régimen corrupto e inoperante ha expropiado -«¡Exprópiese!»- sin darles absolutamente nada a cambio. De ocho mil fincas agrarias contabilizadas en Venezuela, unas dos mil están en manos de emigrantes españoles, a varios de los cuales les han ocupado las fincas las huestes chavistas sin respaldo legal alguno y sin que la seguridad jurídica inexistente pudiera hacer nada por ellos. Ni siquiera mediar un precio por la expropiación. Ni que decir tiene que a Serafín García le tenían ganas y le levantaron su empresa importadora. Por supuesto, lo que era un floreciente negocio se convirtió en pocas semanas en un desastre organizativo que tan sólo consiguió hacer pudrirse la fruta importada y desabastecer mercados normalmente bien atendidos. Cuando el inoperante ministro Moratinos visitó Venezuela, reunió, junto con el embajador Viturro, a un buen puñado de españoles que le transmitieron su desesperación por el robo manifiesto al que estaban siendo sometidos. El gomero fue la voz cantante, pero abandonó la recepción cuando, por toda contestación, Moratinos sólo acertó a decir que «Hugo Chávez es el dirigente más votado de América».
Y allí sigue, aunque desde hace unos años se instalara en Miami con su esposa, Irene Sáez, la célebre y bellísima Miss Universo 1981 que fuera en su día alcaldesa de un municipio de Caracas y candidata a la Presidencia del país. Viaja cada semana a la peligrosísima capital venezolana y atiende algunos ámbitos de su negocio que aún no han sido intervenidos. Parece que, a la vista del desastre de los mangantes e inútiles comisarios políticos del chavismo, quieren que la empresa vuelva a manos de Serafín García y sus hermanos al fin de evitar el páramo en que se ha convertido el abastecimiento de fruta. Posiblemente así vaya a ser y, asombrosamente, se dé un caso inusitado: que socialistas y comunistas devuelvan lo robado. Lo habrá conseguido un gomero endiabladamente listo y trabajador que no hace tantos años andaba silbando por los montes de su isla.
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