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Carlos Herrera  
ABC, 17 de diciembre de 2010
Zapatero, el ausente

Hay cosas que un político sabe que nunca debe hacer, pero la principal tal vez sea que no se puede cambiar de caballo en la recta final

LO de «El Ausente» tiene reminiscencias que algunos recordarán y los más leídos sabrán. Aquél otro «ausente» en realidad estaba encarcelado, pero desde la prisión seguía organizando a los suyos, escribiendo proclamas, estableciendo estrategias, dando órdenes, planificando levantamientos. Este Ausente de hogaño lo está por motivos mucho menos claros y no sé yo si desde su cubículo organiza tanto a sus huestes de secretarios y correveidiles. Algunos consideran La Moncloa como una prisión, pero aún así la diferencia estriba que de este palacete de las afueras de Madrid se puede escapar si uno tiene el firme convencimiento de que es lo mejor para uno mismo o para el país; incluso se puede decir que hay precedentes de ello. Algo tiene esa púrpura que acaba pesando en las alas hasta el punto de impedir el vuelo, de darle a uno el aspecto gallináceo de todo ave que apenas puede recorrer unos metros a ras de suelo.
 
La púrpura del poder convierte en una suerte de aves de corral a aquellos que otrora planearon imperialmente sobre los valles de la política y sus cosas. Rodríguez Zapatero, por ejemplo: su transmutación en un ausente taciturno desde aquellos días en los que hacía de la política una merienda feliz de campo y playa es uno de los tránsitos que quedará para la crónica histórica de aquí.
 
Bueno está reconocer que le ha tocado torear con la más fea, con la crisis más demoledora que ha podido sufrir un país construido sobre un andamiaje inestable de cemento y aire; bueno estar concederle que su último tiempo ha sido duro como una piedra rugosa y desabrida; bueno está admitir que su advenimiento no había sido para convertirse en el recogedor de los cristales después de la feroz sacudida de la tierra crediticia.
 
Bueno está ser buenos y ponernos en el papel de quien difícilmente puede conciliar el sueño sin ayuda de un inductor del mismo, pero a aquellos que empiezan a hacer de la ausencia una constante hay que reclamarles el compromiso claro de quienes saben que sobreponerse a los problemas externos e internos es una exigencia incuestionable, un deber inexcusable. Ver un país, el tuyo, el que tú gobiernas, derrumbarse a cámara lenta y hundirse en un cierto fango movedizo no es plato de buen gusto, pero la primera línea de fuego es el lugar de los valientes, de los que han arrastrado a sus divisiones hasta la emboscada.
 
El aspecto sonriente, bonancible, optimista de un hombre que estaba convencido de escribir las nuevas pautas de la «política bonita» se ha convertido en la expresión de un mustio desencantado, de un líder prematuramente envejecido, tristón y apesadumbrado. Es muy probable que sus seguidores, que aún son muchos, se merezcan algo más que la desorientación de ver a su jefe de filas deshojando margaritas a media tarde. Nos dicen que lleva varias semanas, tal vez meses, sopesando todas las posibilidades, incluida la de entregar las llaves en la salida y pedirle a otro que apague la luz, pero me cuesta creerlo.
 
Hay varias cosas que un político sabe que nunca debe hacer, pero la principal tal vez sea que no se puede cambiar de caballo en plena recta final, menos si el caballo es presidente del gobierno y menos aún si el recambio no es alguien fresco, novedoso, renovador y, en cambio, es alguien que supone volver al pasado, por muy habilidoso o brillante que sea. Su vicisitud personal o familiar, su endemoniada circunstancia política no es excusa. Que se lave la cara y salga, de nuevo, sonriente al balcón.