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Carlos Herrera  
El Semanal, 5 de diciembre de 2010
La «Tauromaquia» de José María Cano

Un artista es un artista por muy pronto que se levante y por muy limpia que tenga la cara. Dalí acostumbraba a decir que si alguien trazaba una raya, simplemente dibujaba una raya, pero si quien lo hacía era un artista -en realidad hablaba de sí mismo- no dibujaba sólo una raya, dibujaba el horizonte. Aquellos que están tocados con la gracia de la creación, de hacer de la nada un modelo que admirar, pueden manifestarse en múltiples disciplinas: estamos los que no sabemos hacer la «o» con un canuto y están los que transforman en algo atractivo, singular, admirable aquello que tocan. Eso le pasa a un tipo de apariencia normal que se llama José María Cano y que un buen día se puso a componer canciones con su hermano y una amiga, subiendo poco después a un escenario y vendiendo millones de discos en el mundo entero. Se dieron en llamar Mecano y lograron que todos nos sepamos algún pasaje de alguna de sus canciones. Aunque no quisiéramos, Mecano está en las vidas de todos aquellos que han escuchado música pop española del año 80 hasta aquí: han sido diferentes, originales, innovadores, creativos, activos e inevitablemente omnipresentes. Como buen artista, José María es un hombre que se alimenta de ilusiones y que trasciende a determinados intereses cortoplacistas. No es iluso ni tampoco ilusionista, pero le pueden los sueños, los empeños en los que dejarse los ojos o las fortunas, los trabajos que le alimenten el espíritu a él, le gusten a quien le gusten. Así empeñó cinco años de su vida en una obra en la que consumió salud y pesetas y que no trascendió empresarialmente, aun bien de ser un producto minucioso e impar: ya veremos si en unos años su ópera Luna será digerida por aquellos que se irritaron ante la osadía de un intruso. Curiosamente ha sido una ópera muy vendida en disco en España, pero no ha tenido facilidades para su puesta en escena, cosa que creo que tampoco le amarga la vida: este Cano circula por otros carriles que los meramente vanidosos. En una palabra: como buen artista, es un tipo singular, desprendido, despistado y cordial.

Tiempo atrás le dio por pintar. Lo que aparentemente pudiera ser capricho de un chico bien se transformó en una forma de vida. Conozco a unos cuantos que han decidido que su vida es la del bohemio manipulador de pinceles, aunque en realidad no pasan de ser unos pijos que ensucian lienzos. Sueñan con ser artistas repentinos y llenan las vidas de los demás de creaciones de dudoso gusto que nunca sabes dónde colgar.

Nada hay peor que el pintor sobrevenido, nada peor que el que cree que pertenece a una escuela de arte incierto y que puede ser el genio oculto que despierta en medio de la noche espesa de cualquier tendencia.

A José María lo sobrevino la pintura, sí, pero le ocurrió igual que con la música, que le asaltó a los quince años con la guitarra y a los veinticuatro con el piano. Si fue capaz de componer las mejores canciones de toda una generación, también ha sido capaz de crear un espacio único y diferenciado con los pinceles. Un libro imprescindible, de esos que pesan en la mano, certifica su talento: una Tauromaquia que lo une a Picasso y a Goya ha sido editada tras una exposición en Hanói y causa asombro. Cano moderniza la técnica taurina con una propiedad suficiente como para que en él se vea algo más que el caprichoso autor que no tiene otra cosa que hacer. Su obra se cotiza, sus grabados son el resumen de dos fuerzas contrapuestas que convergen y no chocan -toro y torero- y significan una progresión notable después de sus primeros trabajos de retratos encáusticos. Paso las páginas que recogen sus apuntes y no salgo del asombro. El asombro no es más que el efecto que causa en cualquiera la obra de alguien que nació con el toque de varita mágica que distingue a un artista de cualquier otro mortal. Pasó de creador a coleccionista, y de coleccionista otra vez a creador, expone en galerías de campanillas y es feliz a base de pinceladas magníficas. Y no le da importancia. Es un tipo tímido, abstraído de determinadas vanidades y extraordinariamente normal. Es decir, es un tipo excepcional.