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Carlos Herrera  
ABC, 5 de noviembre de 2010
Me llamo Juan Mierda

Todos nos llamaremos Abad, que era un compañero de los Maristas que siempre encabezaba la lista de clase

NO había otro problema en España. El gobierno estólido que nos regula la vida ha decidido reorganizarnos los apellidos en función de sus gaseosos criterios de reorganización social, mediante los cuales los españoles van a apellidarse según dirima un juez la disputa entre un matrimonio desavenido. Hasta hoy los españoles heredábamos el apellido del padre, siempre que no se dispusiera lo contrario; desde el año que viene será un magistrado del registro el que decida cómo se apellida su hijo si ustedes, debidamente espoleados por la corrección política, no acuerdan el apellido familiar. ¿Y eso era fundamental? ¿Aporta algo la nueva regulación? Evidentemente no. Próximamente se escenificará una pelea entre los García y los Iparraguirre con el fin de decidir qué tipo de familia vamos a estructurar y será un juez, atendiendo al racional criterio del orden alfabético, el que decidirá cómo se llaman nuestros hijos.
 
La ley contempla que uno, mayor de edad, pueda reconvertir su identidad si la que atesora no le satisface. Incluso si usted se llama Manolo y decide, en función de un cambio hormonal —o no—, imponerse el bello nombre de Rosario. También asiste a aquél que decida que su hijo no va a ser un López más pudiendo ser un Avellaneda de fuste. Y las cosas han funcionado racionalmente: los que temían ver desaparecer un apellido singular a manos de la ordinariez de un «Fulánez» han podido alterar el orden dinástico y preservar determinados tesoros heráldicos para mayor goce de los genealogistas. Ahora, sin embargo, un nuevo giro de tuerca lleva a excitar el debate familiar con el fin de establecer discusiones absurdas en el seno de familias sensibles al progreso. «¿Y cómo es eso de que tiene que llevar primero tu apellido en pudiendo llevar el mío? Lo siento, que decida el juez». Y el juez no tiene más remedio que aplicar un articulado según el cual se le impondrá al neonato aquél que primero figure en el escalafón abecedario. Si esta gilipollez, tan propia de la alegre muchachada que nos gobierna y nos cambia la vida, prolifera ante las ventanillas del registro, llegará un día en el que apellidos como Zapatero habrán desaparecido de la faz del solar patrio. Todos nos llamaremos Abad, que era un compañero de clase de los Maristas que siempre encabezaba la lista de clase y al que hace años le perdí la pista. Quede claro algo: para que su hijo de usted se llame como usted varón y luego como usted hembra tendrán que especificarlo expresamente; de no ser así se aplicará el criterio alfabético. Y que luego se peleen las suegras.
 
Pienso en la Infanta Leonor. Cuando reine y tenga descendencia, la corona española no será regentada por un Borbón de primer apellido, sino por un Martínez cualquiera heredado de aquél que haya matrimoniado con la heredera de la Corona. Gracias a este engendro de Ley, se le invertirán los apellidos y seguirá siendo un Borbón de la misma manera que el nieto de Franco fue un Franco en lugar de un Martínez Bordíu. Ahí vale, pero las ganas legislativas de enredar me remiten al chiste de aquél que llega al registro y pide un cambio de nombre ya que se llama Juan Mierda; el funcionario le comprende de inmediato y le pregunta que nombre quiere ponerse: «¿Yo?, Antonio, como mi padre».