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Carlos Herrera  
El Semanal, 10 de octubre de 2010
«LOS ACUARIOS DE PYONGYANG»

Es la historia de Kang Chol Hwan, un norcoreano que no tiene la suerte de ser el hijo de Kim Jong-il, al que recientemente han nombrado General de cuatro estrellas y señalado oficiosamente como «heredero» del trono comunista de su padre, el dictador más chalado y cruel que probablemente pise la Tierra. Los abuelos de Kang, de origen coreano e ideología izquierdista, vivían en Japón, donde hicieron fortuna y tuvieron a sus hijos.

Tras la separación de Corea en dos países y la decisión del norte de convertirse en paraíso comunista, decidieron volver, con toda la familia, a su país de origen a abrazar el futuro que llegaba en forma de socialismo. Nunca tuvieron el suficiente tiempo para lamentarlo todo lo que debieran. Al poco de vivir en Pyongyang, el abuelo fue acusado de traición, secuestrado y desaparecido en la maraña de prisiones y campos de concentración que el régimen construyó en el país del Gran Líder, el todavía hoy omnipresente Kim il Sung.

El resto de la familia, a excepción de la madre de Kang, fue detenidae internada en el terrorífico complejo de Yodok, prisión y trabajos forzados, tortura, hambre y enfermedad garantizados, durante la friolera de diez años. Jamás les dijeron por qué habían sido internados ni qué había sido del abuelo, el generoso filántropo que había donado su fortuna al Partido. Kang recuerda el pequeño acuario de peces de colores que, como toda propiedad, pudo llevarse consigo y en el que pudieron sobrevivir apenas unas semanas los minúsculos ejemplares a los que son tan aficionados los niños coreanos.

Se supone que su familia estaba contagiada de ideología reaccionaria y que aquellos años de dieciocho horas diarias de trabajos forzados eran una muestra de la inmensa oportunidad magnánima que les brindaba el Gran Líder para expiar sus pecados y reeducarse. Familias enteras suelen asumir en Corea del Norte el «crimen» de uno de sus miembros, ya que los males deben ser extirpados «de raíz», con lo que todos los miembros comparten las brutalidades, los calabozos y, en ocasiones, las ejecuciones en Yodok. Allí fue donde Kang llegó a comprender que el ser humano tiene una ilimitada capacidad para la maldad.

Alrededor de 1987, poco antes de las hambrunas que diezmaron a la población norcoreana «literalmente, tres millones de muertos», fueron liberados sin más explicación y destinados a una pequeña población campesina cercana a Pyongyang, ciudad a la que, tras no pocos sobornos pagados con los apaños conseguidos en sisas y contrabandos, pudo volver con su hermana a visitar a su madre. Ella había sido obligada a separarse del padre de Kang y jamás le permitieron saber nada de sus hijos. Consiguió juntar algo de dinero, sobornar a mandos locales «en Corea del Norte, el gusano capitalista está dentro de la fruta comunista» y gozar de una vida mínimamente acomodada en comparación con sus vecinos, sujetos todos a la tiranía del pensamiento único, significada en esa histérica idolatría colectiva por su Amado Líder.

Un buen día, no obstante, Kang supo que peligraba su futuro: un soplón «de entre sus propios amigos» comunicó a la autoridad que el antiguo prisionero de Yodok escuchaba clandestinamente la radio de Corea del Sur, cosa terminantemente prohibida en el Norte. Por esa radio supo Kang del ajusticiamiento de Ceaucescu, cosa que imprudentemente comunicó a alguna de sus amistades. Sabedor de lo que se esperaba, de soborno en soborno, consiguió alcanzar la frontera China, cruzarla y contemplar desde la otra orilla del río Yalu lo que dejaba atrás: Corea del Norte, tranquila como el infierno. Tras unos meses clandestinos en Dalian, embarcó en un carguero surcoreano y arribó a Seúl. Hoy, el hombre que aprendió a sobrevivir gracias a las ratas que cazaba en Yodok, trabaja como periodista en el periódico Chosun Ilbo y ha escrito en un libro demoledor «Los acuarios de Pyongyang, Ed. Amaranto», el relato terrorífico de las penurias de un pueblo absurdamente torturado por un régimen de criminales, donde lo que creemos imposible se hace cotidianamente verdad. Aún me dura el escalofrío