artículo
 
 
Carlos Herrera  
ABC, 10 de septiembre de 2010
La Pepa de Reverte

La celebración de un pasaje como la Constitución de 1812 merece algo más que unas peleas propias de verdulería

LA Constitución de 1812, La Pepa, es, ciertamente, el primer atisbo de modernidad que se conoce en la España contemporánea. Significó un respiro democrático y un proyecto efectivamente global de una España que, por entonces, llegaba hasta Asia. Redactada en pleno asedio francés, pretendió esparcir derechos civiles en un país que parecía condenado al más abstruso de los absolutismos. Contemplaba algo tan revolucionario por aquel entonces como la división de poderes y planteaba la solución del Imperio —de los restos de un gran Imperio— como una confederación de intereses comunes que, de haberse prolongado, hubiera dotado a la comunidad hispánica de un instrumento de primer orden para competir con cualquier otro sistema común de naciones. No era una Constitución restrictiva: era un texto pulcramente liberal. Justo este año se cumplen doscientos años del trabajo que comenzó en la Isla de León y que concluyó en San Felipe Neri de Cádiz.
 
Digamos que es un bicentenario que tiene punto, si admiten ustedes la vulgaridad. Arturo Pérez Reverte ha sido el hombre elegido para coordinar las actividades propias de dicha conmemoración: enamorado de Cádiz, el escritor que reivindica hasta la extenuación la heroicidad de la España de la época, la del Dos de Mayo, la de la resistencia al asedio, la de Bailén, la de las victorias y las derrotas, fue el elegido por el Ayuntamiento para ejercer de comisario de los actos conmemorativos. Pérez Reverte, todo debe ser dicho, no tiene un pase por ningún pitón. Anteayer presentó su dimisión mediante una carta incendiada, apasionada, encarecida, culpando a concejales de la oposición —singularmente uno de IU— de su decisión de renunciar al cargo de baranda del Bicentenario. El concejal en cuestión responde al corte elemental de la coalición comunista: acusa a la alcadesa de Cádiz de mantener amistades peligrosas del cariz del escritor o del «genocida» Álvaro Uribe, ex presidente de Colombia, lo cual da una idea del perfil del personaje, para el cual, a buen seguro, los auténticos héroes de aquellos lares son los narcoterroristas de las FARC.
 
Los socialistas tampoco sienten especial simpatía por el padre de «Alatriste». Según el criterio socialista, nada que pase en Andalucía puede producirse si no es bajo su control. Si ocurre así, hay que desautorizarlo, boicotearlo o desprestigiarlo: son, sin duda, los rancios capataces de una finca señorial. Hasta tal punto ha llegado el despropósito que el PSOE ha organizado una muestra paralela a la oficial y ha utilizado el interés notorio del concejal de IU por aclarar hasta el último extremo de las partidas destinadas a la conmemoración como ariete de desgaste a un escritor que saben que no aguanta ni una tontería. Puede que a APR le falte un poco de correa, pero su oficio no es el de la política menor. Ni siquiera el de la mayor: no pertenece a la cuadra de la ceja, tampoco a la de los otros, va por libre y tiene la boca muy suelta. No necesita de subvención alguna para vivir y no comparte el paniaguado sistema de gratitudes que contempla la administración andaluza. Es pues, a sus ojos, un pésimo candidato.
 
La celebración de un pasaje oxigenado y breve de tanta intensidad como la Constitución de 1812, que desbarató el miserable «establishment» de la época y los sandios españoles que recibieron bajo palio al imbécil de Fernando VII, merece algo más que unas peleas propias de verdulería desestructurada. Merece un trabajo coordinado, serio, sereno, transparente y responsable. Lo que hubieran querido aquellos españoles incomparables.