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Carlos Herrera  
ABC, 16 de agosto de 2002
«El Facultades», Torero de Estella

«Maestro, no engaña a nadie, todos sabemos que vamos a la plaza de Estella a ver un fenómeno inexplicable, a alguien que hace grande esta fiesta fascinante y contradictoria»


Se llama Agustín Hipólito Rivero, pero toda Estella y su merindad le conoce como «El Facultades», y como tal procede, como una Facultad no inscrita en el cerrado y endogámico escalafón de figura y relumbrones. Torero de arte impreciso, Agustín trocó su auténtico apellido de Rivero por el de Rivera para entroncar así con una de las más renombradas sagas taurinas de España y para infundir un mayor espeto en una afición que, aún bien de seguirle hasta el infinito, en ocasiones da muestras de no entender su concepción radicalmente revolucionaria del toreo.


«Facultades» tan sólo es anunciado un tarde en las plazas de España a lo largo del año y esa coincide con la última de feria de las Fiestas de Estella, entre Abadejadas de bacalao y Bajadicas del Ché, Gigantes, Bailes de la Era y Procesiones de la Virgen del Puy, y quiere el capricho de la voluntad popular que esa sea la tarde en la que se llena la plaza a rebosar y que toda la afición estellesa acuda en masa con su atuendo blanco y su pañuelico rojo al cuello, su merienda, su vino, y sus ganas de ver torear a uno de los pocos espadas que se permite el lujo de no salir al ruedo si la vaquilla no le gusta o si le ha puesto en aprietos en uno de sus inconcebibles lances. Su vestido de torear es de plata, pero para este año «Facultades» supo convertir alguno de esos machos en dorados adornos de matador de primera —dice la gente que con ayuda de una brocha fina y pintura dorada— par aparecer en la recoleta plaza de sus triunfos como toda una figura del toreo. Salió la vaquilla y un inoportuno y tradicional vómito le retuvo en el burladero: esas arcadas de pánico comprensible ante lo que se le viene literalmente encima forman parte de su toreo clásico y el público no concebiría una faena de Agustín sin que su estómago se quedara sin restos de la comida que ni siquiera comió antes de hacer el paseíllo. De  hecho, esta depleción de iones viene a producirse todos los años dos o tres veces a lo largo de la accidentada faena ante el deleite la afición que abarrota los tendidos. Aún así, la gente está con él. O mejor, por ello la gente está con él.


Poco importa que tan sólo se deje ver en dos o tres lances con el astado: dichos pases forman parte de un repertorio único, no visto hasta ahora, y, por lo que me temo, desaparecerá sin posibilidad de formar escuela. ¡Cómo le quiere la gente, Maestro! Hasta le brindaron un Porsche para que fuera usted el primer torero que llegara así a la plaza en el mundo entero. Hasta llegaron a cortar el burladero con una motosierra —en Lezaum, acuérdese— para obligarle a salir al ruedo aquella tarde en la que no acaba usted de ver al toro. Al toro o a lo que fuera. Hasta le otorgan las dos orejas y le obligan a varias vueltas al ruedo cuando rompe usted el tiempo y la luz, cuando hace verdad aquello de que torear es engañar al toro sin mentir: usted pude que no dé un pase, Maestro, pero no engaña a nadie, todos sabemos que vamos a la plaza de Estella a ver a un fenómeno inexplicable, a alguien que hace grande esta fiesta fascinante y contradictoria. Usted, Maestro, y su cuadrilla —de la que forma parte, sin ir más lejos, el mismísimo Pablo Hermoso de Mendoza y en la que hemos añorado este año al inolvidable «Tripudo»—, nos dejan en el paladar el agridulce sabor de la eterna faena incompleta, del poema dolorosamente inacabado, de la belleza, en fin. Por ello, Maestro, es usted Torero de Estella, que es como decir, Torero de España.