Nunca le he hecho mucho caso a la gelatina. Me ha parecido siempre un recurso cursi, un amaneramiento de poca utilidad. Y a estas alturas de mi vida, un gelée de boquerones y tomate me ha invitado a reconsiderar alguno de mis criterios. Qué triste es descubrir algunas verdades cuando tienes la edad de poder enseñarlas.
La gelatina es proteína pura. Y la proteína, aminoácidos. Los segundos son imprescindibles para una vida ajustada a elementales parámetros de salud y la primera es más que necesaria para todo crecimiento acompasado y sano. Algo de aspecto tan sumamente insano –parece que te vas a comer un saco de calorías– resulta ser, en realidad, un complemento esencial de algunas dietas. Obtenida a partir de materias primas de animales que contienen colágeno, la gelatina está en casi todas las chuches que nos comemos, en los yogures, en los púdines, en los flanes, en los medicamentos y en las películas de rayos X. Tiene la ventaja de que, a pesar de parecer una pesadez, se digiere muy bien y se descompone aún mejor una vez ingerida. O sea, no engorda y no pesa. Resultará más o menos apetitosa, pero nadie podrá afirmar que equivale a un carretón calórico de gran gravidez digestiva. Siempre relegada a la repostería, hemos conocido la gelatina, normalmente, volcada en el apasionante mundo de las frutas, engrudos que proporcionan placer sin remordimientos: una gelatina de fresas o de naranja o de mango, convenientemente enriquecida con un aporte extra de vitaminas, es más que tragable y más que sana. La hemos conocido en gelée de manzana y atún de Almadraba, más que sabroso, como casi todo lo que lleva ese tesoro túnido del Estrecho. También, qué curioso, en gelée de vino (Laveguilla, Ribera del Duero), o en gelée de frutos de mar, léase `marisco´, o en gelée de Pedro Ximénez, o en huevos gelée. Gelée por aquí, gelée por allá. Pero aquí el que firma cada domingo en esta prestigiosa cabecera no había saboreado aún un equilibrado plato en el que la gelatina no tuviese algo más que aspecto de plástico resecón. Hace pocos días caí. Gelée de boquerones y tomate extraordinario, carnoso, lubricante, colorido. En Oriza, Jardines de Catalina de Ribera, Sevilla.
Oriza es un gran clásico de la ciudad, casa de inspiración vasca con maneras sureñas, o al revés, elegante, distinguida, cordial. Un grupo de periodistas de la ciudad nos reunimos en tertulia –Los Lunes de Oriza– para sembrar la confusión y conspirar debidamente. Llevamos en la memoria sus portentosas alubias rojas o su magnífica cochura de marisco, pero aquel lunes su gelée nos despertó: Jose Mari tritura unos dos kilos y medio de tomates gazpacheros, de los carnosos, rojos, repletos, lo que le viene a producir un litro, más o menos, de caldo tomatero. De ese litro toma una cuarta parte y lo pone a hervir un par de minutos, no más, añadiéndole unos cuatro gramos de agar-agar (polvo de gelatina pura) y una diez colas de gelatina neutra que antes ha metido en agua. Una vez hervido el engrudo, lo junta con el resto del caldo de tomate, le añade sal, vinagre y aceite en proporciones sensatas y lo coloca en un molde en el que lo deja enfriar. Una vez frío y sólido, lo corta en porciones –le saldrán unas diez o quince, según el hambre– y lo recubre con unos boquerones que ha marinado, primero, en vinagre y vino blanco y, luego, en aceite y lo adereza todo con un poco de mejunje de ajo, aceite y perejil. Servido frío, pero no helado, es una delicia inolvidable.
La frustración que supone no ser capaces de repetir en casa alguna de las cosas que hemos probado en la calle no se hace cierta en este caso. La confección de ese tomate es relativamente sencilla y asequible. Otra cosa es saber elegir bien el tomate, pero ello será motivo de otro suelto, así que pasen unas lunas.
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