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Carlos Herrera  
El Semanal, 11 de abril de 2010
SAL DE SOBRASADA

La sal siempre ha sido cara. De hecho, la palabra `salario´ deriva del pago con sal que se les proporcionaba a los soldados romanos cuando los soldados romanos eran el no va más. Hoy, la sal no es necesariamente barata, pero sí imprescindible. Los productores de sal han rizado el rizo de tal manera que han convertido el cloruro sódico en un producto gourmet. Ya hay sal de queso, sal de tomate, sal de pimentón, sal de chocolate, sal de aquí pelmazo, etc. Son sales que aderezan graciosamente algunos platos hechos con mimo, a los que la imaginación del cocinero y los deseos del comensal añaden el resto. Aquella vieja discusión entre sal fina y sal gorda parece haberse acabado: ahora resulta de lo más chic condimentar los platos con sales exóticas, bien sean del Himalaya, bien de la Camarga. Por partes: la del Himalaya, sal rosa, no es del Himalaya, es de Pakistán, pero suena mejor lo de las cumbres heladas. La de la Camarga francesa es excelente, como casi todo lo francés –yo soy francófono desde que escuché siendo joven a Gilbert Bécaud– y se cultiva de madrugada con los primeros rayos de sol: es el caviar de las sales. No dejen de lado algunas sales patrias como la Sal D'es Trenc, una flor de sal mallorquina, suave y prudente como la calma balear, ni desprecien la de San Fernando, en Cádiz, estupefaciente cuando en un despesque le metes un puñado de ella en las agallas de una lisa de estero, ni la de Torrevieja, en Alicante, con la que hacen hasta barcos para el aparador del mueble bar. La que más aprecian los cocineros de guantes de látex es la archifamosa Sal Maldon, sal inglesa en escamas de Essex, Inglaterra, que condimenta las carnes como pocas sales pueden hacer, pero hace poco me hice con la colección de sales de sabores varios que creo puede con casi todas: Max Meridia son escamas de sal formadas por los primeros cristales recogidos en la costa atlántica, junto al Coto de Doñana, con algo más de magnesio de lo habitual y algo menos de cloruro sódico, y con sabores que van de la sal de romero a la de ajo, de la de algas a la de vainilla, de las ahumadas a la de tomate. Todo lo que muestran en su catálogo es extraordinariamente bueno. Como las de Max Meridia he ido dando con otras de hechuras sorprendentes: Carolingia acaba de confeccionar sal de chocolate con lo que producen las salinas de la Trinidad en el delta del Ebro y parece excelente para sazonar bizcochos, galletas y tostadas con aceite, al igual que otra sal de canela –aroma de rosa– que me aseguran que le va de perlas al cordero en salsa.

El colmo, no obstante, lo saboreé hace unos días. No era Sal Perla Negra de Hawái –carbón activo– ni Sal Piramidal de Chipre, ambas exóticas y atractivas, ideales para epatar a los invitados a una cena casera. Era Sal de sobrasada. Si me preguntan cómo está hecha, les diré que no lo sé, pero puedo asegurarles que tiene aroma a sobrasada. Los que somos fanáticos de la sobrasada –me gusta hasta la mala– acabamos de descubrir un mundo. La utilicé en una comida tradicional de todos los Jueves de Pasión en la que unos amigos nos hacemos un par de arroces en casa: era una paella de carne, con pollo, salchicha y costilla de cerdo blanco, foie fresco de pato y algo de verdura, a la que acabé de sazonar con este invento de unos tipos que firman como `Mem Si Sort´. La sobrasada es carne de cerdo con buen pimentón, lo cual no tiene por qué irle mal a un arroz de esas características. El resultado fue complaciente y estimable. No me maldigan los arroceros profesionales. Los arroces pueden ser confeccionados con los productos más inverosímiles, y éste, indudablemente, lo es.

Lo próximo en sales no sé qué puede ser, pero con lo que hay en el mercado pueden, sobradamente, alegrar la más aburrida de las comidas. Viva la imaginación.