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Carlos Herrera  
ABC, 5 de marzo de 2010
De Zapata a Juan Alberto
CUANDO el grupo de periodistas que arribó a La Habana con motivo del siempre interesante Festival del Habano pudo charlar relajadamente con sus amables anfitriones cubanos, constató con sorpresa que ninguno de sus interlocutores sabía ni una palabra de la existencia de Orlando Zapata y, mucho menos, de su muerte como consecuencia de una huelga de hambre llevada al extremo. Sabido es que el periodismo consiste en eso precisamente, en comunicar que Zapata ha muerto a gente que no sabía que Zapata estaba siquiera vivo, y a ello se procedió de inmediato. No se trataba del tradicional disimulo con el que los sufrientes de una dictadura esquivan asuntos prohibidos para ellos: realmente la muerte de Zapata no era motivo de la más mínima información por parte de los medios cubanos. El bloqueo era férreo y, salvo los más allegados a los círculos disidentes que apoyaban al huelguista, nadie tenía acceso a una información que era titular destacado en medio mundo.
 
Con el paso de los días, sabedores de que hasta por los cierres más pétreos se acaba filtrando el agua inquieta de las noticias, el régimen puso en marcha su proceder habitual: se comunicaba la muerte de un delincuente, se escupía sobre su tumba y se ofrecía alguna imagen convenientemente manipulada que descargase responsabilidades en el muerto, no en los que vigilaban al muerto. Así fue: en las páginas de Granma un tal Enrique Ubieta escribió un vomitivo artículo que hubiese tenido reparos de firmar hasta el mismísimo cretino de Willy Toledo, la televisión cubana ofreció un video de cámara oculta en el que se veía a la madre del muerto agradeciendo a un médico el esfuerzo realizado -video que fue grabado preventivamente, ¿por qué?- y finalmente Fidel Castro declaró que en la Cuba revolucionaria jamás se había torturado a nadie, y mucho menos asesinado a opositor alguno. Sorprendente desahogo este último, ya que son incontables los testimonios de los miles de fusilamientos que practicaron los barbudos en cuanto detentaron el poder, y no digamos los que hacen referencia a las torturas que han venido practicando a todos aquellos a los que han encarcelado bajo las más peregrinas acusaciones.
 
Por si alguien cree que todo corresponde a la cacareada intoxicación histórica de los enemigos de la Revolución, les relataré un caso. Juan Alberto Valdés Terán estuvo veinticuatro años preso en el Combinado del Este, acusado en una de esas pantomimas judiciales de ser agente contrarevolucionario a sueldo de los americanos -era conductor de guagua-. En prisión, formó parte del grupo de «Los Plantados» -se negaban a vestir el traje carcelario- y recibió por ello no pocas sesiones de torturas, amén de un permanente maltrato ejercido con la maldad más sibilina. Este columnista que cuenta la historia consiguió en el año 83 un permiso de las autoridades para viajar a la isla y visitar a Juan Alberto, pariente lejano, padre de una querida tía política -esposa de mi inolvidable tío Eugenio- residentes en Miami. Una vez en prisión, supe que le obligaron a vestir el traje de preso por el que había mantenido una causa rebelde si quería verme, cosa que no hizo. Lógicamente, no se fiaba. Yo volví por mi camino, perplejo por la maldad de unos tipos que movilizan lo necesario para coaccionar a un pobre preso de algo más de setenta años al objeto de que cese una tímida protesta postural. A los pocos años, seis o siete, fue puesto en libertad. En Miami me explicó con detalle lo vivido en el interior de las prisiones de los Castro y tengo catalogadas todas las atrocidades que vio y sufrió, por si a alguien le interesan. Murió a los pocos años sin haber podido volver a pisar su tierra. Estos días, a cuenta del pobre Zapata, me he acordado mucho de Juan Alberto, a quien Dios tenga en su Gloria. Y también de la madre que parió a los williystoledos que andan por ahí sueltos.