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Carlos Herrera  
El Semanal, 14 de febrero de 2010
TOM WAITS, «LA COZ CANTANTE»

El guardián entre el centeno es un libro, en principio, tan difícil como cualquier disco de Tom Waits, la Coz Cantante. Entre Salinger y el autor del sublime On the nickel existen las mismas coincidencias que suelen darse entre los creadores geniales, ariscos y un tanto huidizos, que emocionan a un nutrido grupo de humanos tanto por su capacidad conmovedora como por la leyenda que los acompaña, hecha a base de rarezas y misterio. Ambos han desarrollado esa estética huraña que tanto fascina a los creadores de mitos –que somos la mayoría– y que hace que sus obras adquieran un resplandor especial, fascinante. Waits, el tóxico cantante californiano, afirmó certeramente: «Asegúrate de que la demanda sea mayor que tu oferta, ya que el público es un animal insaciable y no conviene alimentarlo demasiado». Es una máxima sabia de la que deberían tomar nota muchos artistas sobreexpuestos. Reconozco que no pude con El guardián entre el centeno, de Salinger: tal vez fuera el momento o el poco entrenamiento, pero lo abandoné una tarde que llovía. Escúpanme sus devotos sin recatarse. Con algunos discos de Tom Waits me ha pasado algo parecido; sin embargo, aquellos que han llegado a estremecerme lo han hecho como pocos, véanse los de los años ochenta, Rain dogs o Franks wild years. Waits tiene voz de marinero borracho, de apestoso surrealista, de solitario incorregible, de maldito empedernido, de Dylan estropeado por el alcohol, de Springsteen amargado por el éxito de callejones y tugurios. Pero es una voz de culto, un bluesman, un beatman tan impenetrable como hostil, un rockero extraño como la misma vida que retrata. Barney Hoskyns ha escrito, supongo que como ha podido, una biografía de este tipo californiano de sonido tan sucio como tierno, tan sarcástico como sencillo, tan amigo de las parábolas como de los silencios. No es fácil escribir sobre Waits, como no lo era escribir sobre Salinger. La diferencia estriba en que el primero sigue actuando y recluyéndose después como un eremita y que el segundo se recluyó como un eremita y no se sabe si volvió a escribir más que lo escasamente publicado. Pero en ambos se percibe una aureola de escapistas, de genios encerrados en silencios. Escuchar a Tom Waits por primera vez es como no haber bebido jamás y cargarse de golpe una botella de Tennesse, es como no haber leído jamás y toparse con el libro que ha hecho de Salinger un mito moderno y anciano, es asomarse a un mundo desconocido, imposible, a una soledad húmeda y borracha, vagabunda y gruñona. Suele decir que la música de los Eagles es tan excitante como ver secarse la pintura, y no puede haber más mala baba en una sola frase. De hecho, en la biografía en absoluto autorizada se describen muchas de sus apreciaciones por todo lo que se mueve a su alrededor, que van de su amor por Bukowski, Kierkegaard y Burroughs a su desprecio por las agencias de publicidad que han querido utilizar sus canciones como música de spots comerciales: a estas últimas las ha perseguido judicialmente incluso por utilizar melodías semejantes a las suyas, interpretadas por imitadores. Y las ha ganado.

Waits es capaz de lo sublime y también de lo peor que se puede escuchar, pero si tienen tiempo este fin de semana compren en iTunes Store –no llega al euro por canción– algunas de las cumbres de este salvaje: Jersey girl, Georgia Lee, Foreing affair, Tom Trauberts blues –recreación del himno oficioso de los australianos Waltzing Matilda— o el imposible The piano has been drinking, not me, donde comprenderán que quien bebió es el piano, no el intérprete que, en contra de lo que se cree, no quedó con esa voz por culpa del Jack Daniels, sino por un inoportuno catarro que le dio, curiosamente, la vida.

Cualquier tarde lluviosa, cualquier noche de desengaño, Waits les sumirá en la oscuridad más brillante posible. Reconozco que es de los pocos artistas que me ha hecho llorar. Y, desde luego, el único que me ha hecho, en poco espacio de tiempo, llorar y vomitar.