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Carlos Herrera  
ABC, 8 de diciembre de 2006
Vladimir Montilla

SÉ que no le hago favor alguno a José Montilla escribiendo este artículo. Mañana, u hoy mismo, comentará algún propio de la Prensa catalana que la redacción de estas líneas confirma que Montilla es un «espanyolista», verdadero venablo envenenado en la Cataluña oficial. Es más, algún entrecortado redactor de la Prensa de vocación local dirá que en «los periódicos de Madrid» se alaban sospechosamente los primeros gestos del nuevo presidente de la Generalitat. No saben, aunque da igual, que estas líneas se redactan desde Sevilla, capital de la comunidad en la que nació el Honorable. Da igual: que me perdone. No tengo más remedio, en cualquier caso, que celebrar la sensatez, la normalidad y la cordura de las primeras medidas adoptadas por el ciudadano electo por los representantes de la soberanía popular catalana.

El consejero Puigcercós, perfecto ejemplo de la nadería intelectual, decidió, como primera medida de su gestión política, retirar la bandera española del edificio de su negociado: el presidente de su Gobierno, con el gesto frío que le caracteriza, le llamó al orden y le recordó la literalidad de las leyes, ésas que los miembros de ERC tanto invocan cuando se trata de multar a un pobre comerciante de donde sea por no rotular en catalán las excelencias de su producto. Si la ley debe cumplirse cuando se trata de una mercería del Ensanche, qué no habrá de ocurrir al tratarse de un edificio oficial. Sé que jode, Puigcercós, pero la ley es la ley, y ésta dice que la enseña rojigualda, tan detestable, debe ondear en los edificios oficiales. Habrá quien acuda a lugares comunes y le excuse alegando una hipotética complicidad entre gobernantes y gobernados -dando por supuesto que el electorado catalán está encantado con que le supriman los símbolos nacionales-, pero eso no es más que una excusa propia de «okupa» de fábrica en desuso. La política de garrafa del independentismo catalán vive exclusivamente de gestos baratos, no nos sorprendamos. Pero por si esa llamada al orden fuese poca, a los dos días, Montilla decidió viajar a la capital con motivo de la celebración del vigésimo octavo aniversario de la Constitución, la misma que permite que individuos como Puigcercós sean algo en el panorama político español.

Ese simple gesto ha hecho más por las ventas del cava que todas las campañas publicitarias que los bodegueros catalanes estuvieran dispuestos a emprender. A la vuelta a su despacho, Montilla podrá disponer las medidas socio-políticas que considere convenientes, la política diaria que le dicte su programa de gobierno, pero habrá desactivado, con un simple viaje, no pocos de los recelos que los políticos catalanes de las últimas hornadas han incentivado entre Cataluña y el resto de España. Es cierto que un gestor no debe sólo preocuparse de lo que le concierne al día a día de la gente -según eso, ningún político se encargaría de la investigación, de los desafíos tecnológicos, de la sociedad del futuro, en una palabra-, pero al ser la política catalana un ejemplo del marasmo identitario, el hecho de que alguien se proponga solucionar las urgencias sociales por encima de estériles debates heráldicos es digno de ser resaltado y aplaudido. Si ese alguien responde, además, a las características originales de Montilla, deberemos convenir que resulta especialmente significativo, ya que por primera vez se traduce políticamente en Cataluña algo que es perfectamente normal y habitual en esferas callejeras.

Espero no causarle más problemas al catalán Montilla de los que ya tiene o de los que le esperan en la artificial Cataluña oficial de los arriadores de banderas, pero saludo cortésmente sus primeros gestos, de la misma forma que celebro haber apostado en su día por un tipo de apariencia lo suficientemente fría como para que cualquier día empiecen a llamarle Vladimir, pero de los suficientes arrestos como para que le llamen sencillamente «Pepitu».