Desde el momento en el que un gobierno decide o aprueba la construcción de una central nuclear hasta que ésta se inaugura con todos los honores –o con todas las vergüenzas– pasan, aproximadamente, unos diez años de media. Es decir: si mañana se diera el caso, altamente improbable, de que el Gobierno español presidido por Rodríguez Zapatero accediese a la construcción de una central nuclear no se obtendría electricidad de ella hasta el año 2019. Como poco. La ubicación, las licencias, los controles de construcción y otras minucias hacen que la generación de energía eléctrica se haga eterna. Pero tiene la ventaja de que, una vez se hace, ésta ya no se detenga. A nadie le hace gracia tener una central nuclear a la espalda de su casa, en su pueblo, en su entorno. Es comprensible. Tampoco hace gracia tener una cárcel en tu término municipal, o una central térmica, o un cementerio de recursos, pero tampoco es plato de buen gusto tener a los delincuentes sueltos por el campo o no poder enfriar los tomates o la gaseosa. Si queremos los placeres de la vida moderna, aquellos de los que no gozaron nuestros abuelos, hemos de admitir que son ineludibles determinadas dependencias. En algún sitio han de radicarse las cárceles o las centrales combinadas. De lo que se trata es de dotar a esas poblaciones de compensaciones suficientes como para hacerles olvidar que conviven con lo que conviven. Ahora, en España, la doctrina oficial hace que seamos adalides de energías de resultado dudosamente rentable: sembramos el campo de molinos a la espera de la generosidad de Eolo y pagamos un dineral por cada kilovatio resultante del lento giro de las aspas blancas de las lomas y los oteros. Y ninguno de los partidarios de las energías renovables dice la verdad: de momento, o renunciamos a tener aire acondicionado en casa o renunciamos a la energía nuclear. O nos disponemos a pagar una pasta que no tenemos a quienes sí son fabricantes de energía. Es una apuesta, de acuerdo, pero de la que no se informa a la ciudadanía. O se informa mintiendo, como hizo el presidente del Gobierno en una entrevista televisiva. El kilovatio generado por una central nuclear es varias veces más barato que el proporcionado por la energía eólica o fotovoltaica. De hecho, para que usted ilumine toda su casa hace falta que compremos energía a países que sí generan electricidad mediante el engendro nuclear. Francia, que tiene menos remilgos que nosotros y que genera el 76% de su energía mediante el funcionamiento de centrales nucleares, nos vende ese servicio adjuntándonos los correspondientes residuos al volumen de energía: si quieres mi luz, me la pagas y, además, te llevas los residuos que genera. Las cifras están al alcance de cualquiera: somos un país enormemente dependiente de la energía que llega del exterior y la factura se hace insostenible. Además de estratégicamente peligrosa. El 80% de las inversiones realizadas en energía nuclear revertirían en el tejido industrial español y se ha demostrado fehacientemente que los organismos reguladores y supervisores son extraordinariamente eficientes. Los riesgos son controlables y el mensaje apocalíptico es manifiestamente irresponsable. Que ello lo emita una organización ecologista entra dentro de lo inevitable. Y de lo discutible. Pero que ese mensaje lo genere un gobierno resulta absolutamente inconcebible. Bien está que se investigue y se evolucione en las energías renovables, aun a costa de llenar el paisaje español de chatarra: es políticamente correcto e insufla en nuestro espíritu de ‘Diane 6, Nuclear No Gracias’ una incuestionable toma de aire, pero hacer de España un nostálgico parque de ecologismos asamblearios lleva a nuestros intereses nacionales a escenarios poco deseables: no tenemos dinero para pagar la factura –cada vez más cara– de las energías importadas y no podemos arriesgarnos a crisis internacionales en las que a cualquier capullo se le ocurra cerrar los grifos. La cuestión está clara: o renunciamos a muchas comodidades de la vida moderna y del desarrollo industrial o nos resignamos a convivir con la fusión nuclear. Al menos hasta que el molinillo que apabulla a la vuelta de cada cerro sea más eficiente.
Considérenlo: el riesgo de tener un presidente del Gobierno vestido aún con la pana del pasado tiene más riesgos de los que aparenta.
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