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Carlos Herrera  
ABC, 29 de enero de 2010
La entrevista de «El Rafita»
LOS profesionales del periodismo llevamos años preguntándonos por nuestros límites, cuestionándonos nuestros procedimientos, interrogándonos por nuestros códigos. Si bien no puede decirse que hayamos avanzado mucho, es evidente que algunos conceptos elementales sí parecen ser de admitidos por unos y otros. La discutida entrevista que emitió Tele 5 al asesino de Sandra Palo, el tristemente famoso «Rafita», es un ejemplo de las dudas que puede llegar a plantear un trabajo concreto en el circo periodístico. En principio y sobre el papel, un periodista debería poder entrevistar a quien fuera noticia, se tratara de una excelencia o de una excrecencia, como es el caso. Pero no resulta menos cierto que la supuesta asepsia del entrevistador puede resultar, en ocasiones, una forma de legitimación del entrevistado: no nos costará ponernos de acuerdo en que una entrevista es una manera de legitimar a quien se pregunta, por lo que se supone que el preguntador debe dejar claro que, en un último caso, jamás está de parte del malvado de quien espera obtener una información de interés general. Considerado ello elemental, habría que añadir que debería evitarse todo beneficio que el malo pudiera obtener de un reportaje, es decir, deberíamos negarnos a transacción alguna. Se dijo en un principio que Tele 5 había pagado al tal sujeto la cantidad de mil quinientos euros a cambio de declarar ante las cámaras lo mucho que sentía haber atropellado, violado, quemado y asesinado a una inocente joven de diecisiete años, lo cual sería suficiente por sí mismo como para revolver las tripas de cualquier persona medianamente decente. Pedro Piqueras, director de informativos de esa cadena, y hombre del que me fío y me fiaré siempre, gran informador y mejor persona, niega tal extremo, cosa que hace que debamos reconsiderar las primeras impresiones. Al parecer, la redactora se ganó la confianza del entrevistado y consiguió las estomagantes declaraciones anteriormente mentadas -tal vez hubieran sido más estomagantes unos titulares en los que el asesino se jactara de su hazaña, pero eso no es fácilmente contemplable-, palabras mediante las cuales pretendiera, tal vez, aliviar un tanto la presión social que sabe pende sobre su cabeza. Ahí queda el hecho, pero de ahí parte la consideración mayor: ¿Cómo hemos de comportarnos ante un depredador como el mentado? Soy de los que cree que todo elemento sujeto a la lupa de la actualidad es propicio para ser inquirido, siempre y cuando el periodista sepa que el suyo no es un papel inmaculado y marciano, sino que debe estar cargado de intención. Que cada uno piense lo que quiera, pero si yo mañana tuviera la oportunidad de entrevistar a Ben Laden, lo haría. Sólo que si la policía me pidiera los detalles de su localización se los daría sin dudar. Sé que con afirmaciones como la anterior me clasifico como periodista sospechoso, pero afirmo que mi primera profesión es la de ciudadano, y ello me impulsa a estar del lado de la razón, de los decentes, de las víctimas, no de los verdugos, y especialmente alejado del pernicioso virus de la equidistancia. No pocas discusiones me ha costado este asunto en el largo debate del papel del periodismo ante el terrorismo etarra: en situaciones en las que he debido calificar al asesino como asesino y a la víctima como víctima no he dudado ni un solo segundo; cosa que, desgraciadamente, no toda la profesión puede afirmar.
 
La entrevista al tal «Rafita» es un ejercicio periodístico al que la cadena en cuestión tiene derecho. Lo censurable llegará cuando se convierta a este sujeto -si es que ocurre- en carne de trituradora y se pague por sus comparecencias al modo de espectáculo. Esperemos que no ocurra y que nadie tenga la intención de convertirle en víctima merecedora de todo cuidado y mimo. Un defecto achacable a los periodistas es que no sepamos lucir en primer plano el verdadero rostro de los monstruos que entrevistamos. Cosa que ocurre más veces de las deseables.