La mayoría de leyes mundiales impide culminar procesos de adopción en países en los que se producen catástrofes naturales.
Una cierta lógica asiste a una postura sobre el papel tan drástica: a pesar de lo injusto que parece no poder solucionar de golpe la vida de tantos niños necesitados de asistencia, la sola posibilidad de que dichas criaturas estén en situación confusa, con padres no desaparecidos, aconseja paralizar una ayuda vital que respondería a primeros impulsos generosos pero también a toma de decisiones algo influenciadas por el shock de las imágenes brutales de cualquier tragedia. Esas leyes valen incluso para un territorio de tan pocas leyes como Haití. Ni siquiera se contempla la acogida temporal: si mañana usted se trae a un niño haitiano con la idea de proporcionar bálsamo a sus heridas durante un corto periodo de tiempo, puede descolocarlo de tal manera que su vuelta a la cruda realidad sea aún más traumática que su permanencia en determinados infiernos. En realidad, Haití es un infierno del que no puede escapar casi nadie, sean pequeños o grandes; los hombres y mujeres con fuerzas y juventud para emprender aventuras, surcar mares, arriesgarse a contratiempos o correr campo a través están presos en los muelles de un puerto con el ansia de marchar sujeta por las condiciones impuestas por el terremoto; los niños, perdidos en el silencio pequeño de su mirada interrogadora, absortos y anonadados por la difícil digestión de la tragedia, no pueden salir hacia donde podrían encontrar quien les brindara una vida simplemente posible y no pueden encontrar, en su país, quien se haga cargo del elemental abrazo paterno. Los padres han muerto o han desaparecido; los hijos están en proceso de tránsito de brazo en brazo y poco o nada puede hacerse por ellos más que sostener económicamente desde lejos a las organizaciones que se encargan de su custodia temporal.
Si alguna suerte han tenido esos chiquillos que hoy nos miran con ojos muy abiertos desde todas las fotografías de campaña, es que cerca de su país, a estratégica distancia, viva la primera potencia mundial, la que en primer lugar responde a las necesidades, tanto en la paz como en la guerra, de aquellos que experimentan una imposible situación extrema. A Haití han llegado los Estados Unidos, desembarcando por compasión, mientras el resto del mundo hace lo que puede. El liderazgo mundial no se muestra sólo invadiendo territorios enemigos o engrasando maquinarias guerreras para imponer determinado orden estratégico: el liderazgo se muestra actuando con celeridad, sin complejos, sin excesivos y estériles debates administrativos propios de cualquier francés estúpido cuando la urgencia lo exige... El liderazgo se muestra sabiendo desembarcar quince mil soldados, toneladas ingentes de ayuda, médicos, enfermeros y expertos en situaciones límite. Y eso, quien siempre lo hace son los Estados Unidos de América.
El destino de los huérfanos de Haití puede ser bien distinto una vez llegue la larga mano americana. Cualquiera de ellos, evidentemente, tendría mil millones de oportunidades más abandonado a su suerte en cualquier calle de cualquier ciudad de Norteamérica que acunado en el silencio de los callejones derruidos de Puerto Príncipe, pero cada territorio necesita los hijos de la sangre que corre por los intestinos de la tierra. Los niños de mirada negra, absorta, interrogadora que ahora nos quisiéramos traer a casa, mimar, formar, cuidar y alimentar, tendrán que ser quienes elaboren el nuevo país que forzosamente tendrá que nacer tras la sacudida brutal de un nervio excitado del subsuelo. Tendrán que partir de cero y construir otro escenario para los afectos y para un orden distinto al que han conocido hasta ahora. Todos tenemos dudas de que puedan hacerlo, pero no tendrán más remedio que intentarlo: deberán reforestar un nuevo país, un nuevo edificio institucional y una costumbre civilizada y equilibrada de derechos y deberes. Quienes lo deberán hacer, curiosamente, son los huérfanos de estos días, los héroes de un tiempo de derrumbe.
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