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Carlos Herrera  
El Semanal, 25 de octubre de 2009
BEBERSE COPENHAGUE (Y II)

Nos habíamos quedado en que Copenhague era una ciudad amable, cara y entretenida. Poco después de saber que Río de Janeiro hacía muchos meses que estaba elegida como sede de los Juegos, no pocos miembros de la candidatura de Madrid se dieron a las calles con la idea de olvidar. De olvidar y de aliviar. Olvidar el papelón de comparsas del mangazo de los miembros del COI y aliviar las penas y tensiones con un par de copas y un poco de música reparadora.


La elección no es fácil; de hecho, aquella noche no lo fue, pero la capital danesa tiene algo que juega a favor de los indecisos: está abierta hasta el amanecer. Durante el día, uno puede dedicarse a lo obvio, que no necesariamente es desagradable o aburrido: cruzar el puente Oresmund camino de Suecia con una caja de horrorosas galletas de mantequilla en las manos y un par de fotos de la Sirenita en la memoria de la cámara. O también asustarse con los precios de las tiendas de la calle Stroget mientras se pone rumbo al delicioso Tívoli, parque de atracciones conmovedor, y se piensa en el mucho arte de vanguardia que se puede visitar o, directamente, adquirir. O, por supuesto, holgar en el muelle de Nyhavn, el más fotografiado de toda Escandinavia, al caer la noche, comportándose como el más perfecto turista jamás visto. Hordas de propios y extraños se dirigen a diario a las terrazas de los bares del muelle: los amigos lugareños insisten en que no es el sitio adecuado para probar bocado, pero ya se sabe que cuando estamos fuera de casa nos comportamos como los turistas que vienen a España a comer en restaurantes de camareros disfrazados de bandoleros o a bailotear en tablaos con flamenco de tercera –ojo, digo de tercera porque hay tablaos con flamenco más que aceptable–.


Pero durante la noche, y retomo el hilo antes de que se me vaya del todo, las cosas cambian. Los meditabundos españoles de aquella descorazonadora jornada sabían que, resumiendo mucho, hay dos barrios claves en Copenhague: Vesterbro y Osterbro, el uno de jóvenes bohemios con aspecto de acabar de levantarse de dormir una siesta con la ropa puesta y el otro con trazas de ser la perfecta adaptación local de `Pijolandia´. Me recomendaron el Strassen y el Bopa, pero no fui a ninguno de los dos. Sé de quien fue –no daré nombres– y no se lo pasó mal; de hecho aparecieron minutos antes de salir hacia el aeropuerto en condiciones no excesivamente homologables. No pienso contar nada, Roberto Gómez, lo juro. Los baretos daneses de la capital se transforman varias veces a medida que pasa el día: empiezan como expendedores de cafés y pastelería –muuuuy mantequillosa– y acaban como bares de copas canallas o escenario de sesiones de jazz.


La gente sale a medianoche y se recoge como si no tuviera que ir a trabajar, lo cual es admirable. Menuda resistencia. Un hombre de sensibilidad `travoltiana´ no podía dejar de visitar Vega, la sala de conciertos y disco de varios pisos con la bola de cristal más grande de este lado del océano y el par de pistas más sabrosas de la Europa nórdica, era como sentirse en plena Odyssey 2001, la disco de Fiebre del sábado noche, luego transformada en una sala de fiestas gay. Cuando le he dicho a mis amigos conocedores de la intensa realidad nocturna de Copenhague a qué dediqué parte de mis horas oscuras de aquel día aciago, se han llevado las manos a la cabeza exclamando: «¡Pero cómo pudiste acabar en un sitio tan hortera!». He respondido sin descomponer el gesto y con una convicción, una seguridad y un aplomo dignos del mejor aplauso: por la sencilla razón de que soy un grandísimo hortera, ¿pasa algo? Una vuelta final por The Happy Pig me acabó de convencer: a esa ciudad hay que volver con poco sueño y la cartera sin demasiados huecos –el día que dejen la corona para adoptar el euro no sé yo hasta dónde llegarán los precios con la cosa del redondeo–. Los daneses, definitivamente, son los mediterráneos de Escandinavia, gustan de montar en bicicleta, tocan el balón con mucha elegancia –acuérdense de Laudrup– y saben abrigarse del frío viento que circula libremente por el país con la elegancia tímida de la lana. Habrá que volver.