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Carlos Herrera  
El Semanal, 18 de octubre de 2009
COPENHAGUE: DONDE NO ROBAN BICICLETAS O ASÍ PARECE (I)

En Copenhague no dejan las bicicletas atadas con candado a una farola. Fue lo primero que me llamó la atención de la ciudad que transitaba mientras buscaba la dirección de un hotel en el que se encontraba la Delegación de Madrid 2016. De hecho, pensé inmediatamente titular el artículo así.


O sea, para entendernos, los comercios de la calle Sierpes de allí, que es una que va del Ayuntamiento al célebre muelle de Nyhavn, están llenos de bicicletas apoyadas en un estribo y sin candado mientras sus dueños están dentro comprando o bebiendo café. Café caro, por cierto, que a Copenhague sólo le ganan Tokio y Oslo en puyazos sin piedad. Y nadie se lleva las bicicletas. «Qué confiados estos daneses –pensé–; o qué honestos. Enseguida va a durar una bici sin candado algo más de un minuto en una ciudad española que yo me sé: ¡si casi te la quitan mientras pedaleas!» Esa mañana los capitalinos estaban radiantes de felicidad porque el día era «espléndido», aunque para un sureño de la Península Ibérica no fuese más que un frío día entreverado de sol y nubes. Paseaban, ufanos y felices, como si estuvieran viviendo una soleada mañana de verano costasoleño a esas tempranas horas en las que el sol juguetea con las azoteas; se sentaban en terrazas, abrían sus chaquetones y miraban hacia el sol con los ojos cerrados para absorber el regalo tardío de un día de rayos UVA. Mientras, en el Bella Center, una secta de reyezuelos consentidos maduraba a quién otorgar los Juegos de 2016, o hacía ver que maduraba la decisión ya tomada de enviarlos a Río de Janeiro, cosa de la que se alegran los brasileños, la mayoría de los de Chicago y unos cuantos de los Madriles. Todos los daneses hablan un inglés más que correcto; en algunos casos, exquisito; el taxista, el policía, el camarero dan la impresión de haber nacido en Bristol. Y son bastante más amables que los de Bristol, o esa impresión tuve yo.


Me volví con la sensación de que Dinamarca –la capital, al menos– es un lugar interesante para sentarse a comer. Está plagada de italianos, como toda capital que se precie y un poquito más, y exhibe, orgullosa, algunos restaurantes estrellados por los caprichosos inspectores de la Michelin. La nueva cocina danesa está curiosamente trabajada y es, sin mucho disimulo, una hija que mira con arrobo a su madre francesa. También a su tía inglesa, que ya son ganas de mirar. Los nuevos y jóvenes creadores de Copenhague son discípulos inevitables de Torben Olsen, algo de Ferran Adrià y un poco de Michel Bras, el Brujo de Aubrac. Noma es el más laureado de sus restaurantes; no fui y me quedé con ganas de probar las pieles de pescados deshidratados –muy Adrià, como ven– de las que habla todo Quisque. Sí me di una vuelta por Formel B, mucho más caro de lo que dicen las guías, en el que Nicolai Kirk varía casi a diario el menú degustación y en el que homenajea a diario al francés creador del Gargouillou: Bras cuida hasta el mimo la selección de verduras, las cuece cada una a su diferente punto, las saltea después de haber marcado una loncha de jamón en la plancha y las decora con no pocas hierbas aromáticas. Valía la pena. Tiene nombre y lo merece un acogedor restaurante de nombre Le Sommelier, de atmósfera de comedor de casa y ambiente amistoso; el mesero es colorao y simpático, de envergadura considerable y con manejo de un español perfecto –todo tiene su explicación: ha vivido trece años en Málaga–. La carta de vinos es agotadora y la cocina está excelentemente resuelta. No sé si es caro porque pagó Enrique Cerezo, el productor de cine más Atlético. Y no éramos pocos: Manolo Santana, Pedro Ferrándiz –ante cuyos espléndidos y envidiables ochenta y un años me incliné en señal de respeto, propia de buen madridista de baloncesto como soy–, Alfredo Relaño, Roberto Gómez –que no perdonó ni una croqueta–, entre otros, brindamos por las posibilidades de Madrid mostrando claramente lo ilusos que podemos llegar a ser. `En saliendo´, los muchos cafés transformables de Copenhague –por la mañana son una cosa; por la noche, otra– nos esperaban hasta altas horas de la madrugada. Ésa será otra historia y merecerá una segunda parte.