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Carlos Herrera  
El Semanal, 15 de noviembre de 2009
LOS CUADROS DE LA DUQUESA

Tienen de tiempo hasta el 10 de enero. Pasada esa fecha, a no ser que gocen de la amistad de la Duquesa de Alba o de alguno de sus hijos y le inviten a tomar el té en el palacio de Liria, ya no podrán ver los cuadros que se exponen en el Museo de Bellas Artes de Sevilla hasta que a una nueva generación de la casa ducal le parezca oportuno sacar a la calle sus tesoros. Total, nada, unas menudencias, unas pinceladas. Sólo que de Tiziano, Ribera, Sorolla, Murillo, Rubens, Renoir, Chagall, Zuloaga, Goya y algún que otro genio. ¿Cómo se consigue acumular una colección pictórica superior a la que exhiben muchos museos de cualquier ciudad con ínfulas?: supongo que con perseverancia y con la continuidad de un sello poderoso; no vendiendo, siempre comprando y manteniendo un cierto criterio artístico que haga a cada miembro de la dinastía apostar por pintores contemporáneos de trascendencia presumible. Ahora es fácil asumir que Barceló es un valor indudable, pero cuando había que saberlo es en sus primeros años, cuando más de uno se preguntaba si valía la pena comprar las cosas tan raras que hacía ese muchacho mallorquín. Nosotros nos referimos a Barceló porque nuestras familias son trasuntos adaptables al tiempo, pero los Alba, que pueden apellidarse de cien maneras pero son los Alba, llevan teniendo marca familiar desde el siglo nosecuántos. Usted y yo es altamente improbable que colguemos de nuestras paredes un Luca Giordano, pero una familia que combatió en Flandes con las huestes de Felipe II, sí. Ya sé que si se pone a buscar es posible que un familiar antecesor suyo también estuviera allí, pero la diferencia es que no creó marca, como digo, y que todo se ha olvidado en el perezoseo de la heráldica perdida.

Ignoro qué sensación puede producir encontrarse con un Sorolla todos los días cuando uno se levanta del salón y va camino del baño, por ejemplo; más allá de algún calendario de la excelente colección de Explosivos Riotinto, de algún recorte enmarcado o de retratos con perversa intención, en nuestras casas no se han colgado excelencias paisajísticas ni bodegones primorosos. Mucho menos firmas con nombre de avenida importante. Pasear por la casa de Cayetana de Alba, por cualquiera de ellas, debe de ser algo parecido a perderse por un museo cuando ya han cerrado las puertas y queda sólo el vigilante. Uno sólo de los salones del palacio de Liria, visto lo visto en la plaza del Museo sevillana, acumula más tesoros artísticos que las muestras itinerantes que organizan las grandes pinacotecas europeas, ya que no es sólo la pintura que cuelga de las paredes lo que debe de hacerlos únicos, sino también alguna que otra escultura prodigiosa que emerge de capiteles salpicados aquí y allá. También en esta exposición en el Bellas Artes puede verse alguna. De Benlliure, sin ir más lejos. Me imagino, ya puestos, lo que debe de ser mojar unas galletas en café con leche en una de las casas de la Baronesa Tita Cervera, otra que tal. Debe de tener colgados cuadros hasta en el techo.

Sevilla, como pueden imaginar, merece un paseo. Y el Museo de Bellas Artes, antiguo convento de la Merced Calzada, especialmente, ya que es la segunda pinacoteca española, tras el Prado, y a mucha distancia de la tercera. Después de dedicar los minutos necesarios a la colección de los Alba, nada le impide recorrer las diversas salas en las que se topará con los tres grandes del barroco sevillano: Murillo, Zurbarán y Valdés Leal. Y, a partir de ahí, lo que se le antoje.

Aún quedan, si no hay prórroga, un par de meses antes de que Doña Cayetana recoja personalmente los cuadros y los vuelva a colgar por los largos pasillos por los que llevan paseando los Alba desde la noche de los tiempos. Es justo reconocerle la generosidad que supone compartir con todos obras de arte de esa dimensión y dejarse el personal, por una vez, del cachondeíto de si se ha ido de viaje con su novio o de si le gusta con quien sale su hija pequeña. Gracias, Duquesa.