No pasa un día sin que nos aceche la impertinente sombra del desencanto. O de la confirmación de nuestras sospechas. Determinada actividad –casi febril– de jueces y fiscales destapa a diario ciénagas en las que se bañan y palmotean entretenidos unos cuantos responsables públicos, tal como se barrunta el imaginario colectivo, enfangados hasta las cejas en tramas corruptas y abusos de poder varios. No hay mayor abuso de poder que la utilización perversa de éste en beneficio del bolsillo propio, o del bolsillo de allegados que luego transvasan al propio los diezmos correspondientes; no hay uso más repugnante que el abuso de los privilegios que concede el cargo para la desviación de activos de su cauce natural. Así será mientras exista el Hombre, ya sabemos, por cuanto la naturaleza humana contempla la tentación y el abandono ante ésta de todo principio elemental: entre tanto los ingenieros sociales diseñen el `hombre nuevo´ que llevan persiguiendo sin éxito las diferentes revoluciones que en el mundo han sido, el ser humano seguirá equilibrando miserias y grandezas, y la miseria de los gestores públicos está, como podemos imaginar, en lo que está. Todo español de barra de bar tiende a creer de forma injusta que aquellos que gestionan el bien común son unos ladrones en mayor o menor medida, y, evidentemente, se equivocan: abunda la gente honrada y supera con mucho a la contraria, pero la contraria, amigo, hace mucho ruido y levanta las perdices en un pispás. Si los ocho mil ayuntamientos de España estuvieran ocupados por mangantes desalmados, no podríamos dar un paso sin que se nos derrumbara el Estado. Hay trapicheos, mayores o menores, hay ladrones sin recato y hay muchos gestores honestos. Pero cierto es que uno solo de los primeros extiende todo tipo de prevenciones sobre estos últimos.
Las intervenciones policiales de estas últimas semanas han sembrado por igual perplejidad y confirmación de sospechas: sobre El Ejido planeaba una larga nube negruzca que no acababa nunca de descargar y sobre Santa Coloma de Gramanet se extendía una capa de silencio sólo traspasada por la información de los más avisados. Entendiendo que los acusados tienen derecho a la presunción de inocencia, a defenderse, a justificar sus actos –reconozco tener un buen amigo en el penoso trance de prisión por cuenta de la operación Levante y reconozco también desearle la mejor suerte–, el aluvión de acusaciones y evidencias que manejan los fiscales y los instructores deja poco resquicio al optimismo acerca de su futuro procesal. Y la lista es larga: después de Marbella vino Estepona, y después Gürtel, y luego Baleares, y más tarde El Ejido, y a continuación pueblos de Lugo, y finalmente Santa Coloma. Sin olvidar el Palau de la Música, la señora Munar, Mercasevilla, Ciempozuelos… Demasiado para una ciudadanía excesivamente perjudicada por el paro, la crisis, la morosidad y las deudas. El desaliento, el desánimo, la desafección son algo más que fantasmas que pululan amenazantes sobre el sistema participativo y un aire de resignación parece envolver a la ciudadanía: algunos ilusos creen que es posible la excelencia en la vida pública, la ejemplaridad total de los representantes, pero una buena parte de la masa que vota –o que prefiere no votar– jura en arameo cada vez que oye casos como los que nos ocupan. En atención a ellos urge una regeneración sincera y profunda de la vida política española. La contundencia en la respuesta penal debe ser rápida e intensa, más de lo que es ahora, y el repudio de las formaciones políticas debe intensificarse hasta el punto de no disculpar una sola de las irregularidades propias. Los partidos políticos no deben tener piedad con sus cleptómanos: deben aplicarles, como mínimo, el mismo criterio que le aplican al político del partido rival pillado in fraganti. O se hace así, o se oxigena el terreno con medidas drásticas y secas o, finalmente, se encontrarán solos en los colegios electorales.
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